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Mimosas

El chirrido hacia el relato

Shakib (Shakib Ben Omar), el iluminado necesario de 'Mimosas'.

Shakib (Shakib Ben Omar), el iluminado necesario de 'Mimosas'.

Todos vos sodes capitans ya nos presentó a Oliver Laxe como alguien interesado en aprovechar narrativamente la autorreflexión sobre los dispositivos del cine; no se trata de nada sesudo, más bien de un potencial lúdico que además pretende un suplemento sensorial, un exceso de sinestesia que pone en marcha la rueda de la ficción con su mínimo entramado: los mundos paralelos, los offs de la virtualidad, el denso negro que separa las imágenes en su parpadeo.

En Mimosas este deseo aventurero y nómada, que no oculta su participación (al menos un saber de aquella huella) de la dimensión mítica del sueño clasicista, planea en el entredós de tiempos que teje el relato y da brillo a su cristal: pasados que son presentes, afueras que son adentros, y viceversa.

Cuando el trasvase entre dimensiones funciona mejor se escucha el chirrido (aquí el del viejo auto que sutura las dimensiones espaciotemporales, rimando con aquel cubo que subía con lento grito en Remparts d'Argile de Jean-Louis Bertucelli); el de la inquietud y la angustia que fue la de los modernos frente el legado agujereado: el anhelo de una historia, la responsabilidad que pesa sobre el iluminado (aquí un tarkovskiano Shakib Ben Omar), del que se espera que guíe la polisémica misión de enterramiento; el cumplimiento de un ciclo que suponga la aurora de uno nuevo.

Cuando no discurre tan fluida y libre, Mimosas se precipita y se cree a pies juntillas que puede ser del todo un western, y no lo que era hasta entonces, su sombra silenciosa, un ensayo comunitario que siempre parecía a punto de desbordarse.

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