No nos perderemos un Seidl en Sevilla, vive Dios. Si el cine, la mayoría de las veces, posee escaso valor, con el austriaco la inversión de tiempo es brutalmente inútil: en Safari estamos de nuevo frente a gentes de cortas entendederas -además de ridiculizadas por la puesta en escena- para que nos sintamos mejor. Sí, nosotros no somos como estos tipos, embrutecidos e insensibles, cazadores (¡y turistas!), que matan a cobarde distancia y hablan como los nazis (los animales muertos, como en su día los judíos, son Stücke, trozos, pedazos, artículos). Luego, el porno marca de la casa, hace el resto: lentas disecciones en pos de los trofeos, piel, cabeza y pezuñas, a cargo de la población negra, a la que Seidl, escudado en una más que discutible ironía, es incapaz de mirar con dignidad.
El problema, claro, es que incluso rodando a gordos, jóvenes de perfil bajo y matrimonios pistoleros, la vida registrada puede plantear enigmas. El más claro es el de la emoción, evidente, que embarga a estas personas al practicar una actividad que su estrecho lenguaje, corolario de la angostura neuronal, no sabe explicar sin recurrir a tópicos. El cineasta, que está a otra cosa, tampoco lo hace, y Safari se cierra como empezó, sin dar a ver nada.
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