El Fiscal

Besos de ruán

  • El poeta Lutgardo García Díaz heredó de su padre la devoción a la Buena Muerte

UN día de la primavera, el Martes Santo. Un antifaz sobre el hombro, que no hay mejor percha para un antifaz que el hombro del penitente. Una hora, las primeras de la tarde, con el sol cebándose en el castigo, sin el   eco aún del tam-tam sacro del Cerro anunciando granates. Un terreno empedrado, la lonja. Un testigo altivo y orgulloso, el ángel de la Fama. Muy pocos monaguillos. Una cofradía sin crucificado por aquel traslado de cuaresma accidentado. Cuatro cirios apagados marcaban el lugar de las cuatro maniguetas. Aquella tarde de 1983 aprendimos que el vacío era la expresión de Dios. Los sevillanos se fabricaron su propio dogma sobre la marcha. Vieron a Dios donde sencillamente no estaba. Pero estaba, porque todos lo vieron.  La Buena Muerte salió sin la Buena Muerte pero todo el mundo la sintió. La imaginó entre sus hachones, fieles quizás al espíritu del poema: no me mueve mi Dios para quererte el ir los Martes Santos contigo.

 

Lutgardo García Fuentes (1941-2010) lo vivió desde dentro, como tantos profesores y alumnos. Antes de partir al Rectorado tuvo que calmar a un pequeño de cinco años llamado Lutgardo García Díaz, pregonero de la Semana Santa de 2015. Estos días recuerda más que nunca aquellos besos de ruán, la inocencia de quien no sentía aún ningún vacío, ni era consciente del paso del tiempo, ni del valor de aquel consuelo infinito. No había más lonja entonces que la de los brazos de su padre alzándolo antes de irse a la Universidad por el camino más corto. En la fotografía de ese abrazo está una de las grandes verdades de la Semana Santa, tan difícil de comprender para tantos, tan imposible para otros. El padre del pregonero era hermano de la Buena Muerte. Salía en la Buena Muerte hasta cuando no estaba la Buena Muerte. Y siempre se refería a su cofradía como la Buena Muerte. La parte era el todo, hermosa sinécdoque al sevillano modo. Cuántas veces no acudió su padre a rezar ante el Cristo antes o después de visitar a su maestro en la planta alta de la Facultad de Geografía e Historia, en esos días de tiempo ordinario en que la capilla siempre te regala unas gotas del caro perfume de Martes Santo. 

 

Dice el pregonero que no tiene que consultar la wikipedia para saber de Semana Santa. Que nadie lo tome como una muestra de autosuficiencia, ni como un desplante de vanidad. Es la pura verdad. La aprendió en su familia, alzado en los brazos de su padre, intentando con una congoja de última hora que aquella tarde no se fuera, que aquel nazareno de negro se quedara con él para siempre. Y su padre se fue. 

 

¿Qué pregón superará esta foto, niño descalzo del Martes Santo metido en una tarde de llantos? No hay metáfora que mejore esta imagen, de esparto perfecto, cuello blanco abierto y muñecas desnudas.  ¿Qué nos va a contar el pregonero que ya no sepamos, que sea aún más profundo que esta foto a la que el reloj ha redondeado las esquinas, que esconde la cara de un niño con lágrimas enjugadas que se agarraría hasta a la medalla? 

 

Esta foto es el pregón más auténtico de la mejor Semana Santa. El padre le dio su nombre, su fe y su abrazo. Y le dijo que se iba con la Buena Muerte, aquella tarde en que la Buena Muerte no estaba. Pero todos la vimos.  Había un vacío. Y en el vacío estaba.

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