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Tarzán, furia salvaje

  • La editorial T&B publica una atractiva monografía sobre el personaje del 'rey de los monos'.

En los primeros compases de El corazón de las tinieblas, Marlow confiesa al lector una antigua pasión por los mapas: "Podía pasar horas enteras reclinado sobre Sudamérica, África o Australia, y perderme en los proyectos gloriosos de exploración -explica-. En aquella época había en la tierra muchos espacios en blanco, y cuando veía uno en un mapa que me resultaba especialmente atractivo (aunque todos lo eran), solía poner un dedo encima y decir: Cuando crezca iré aquí". El personaje de Joseph Conrad habla a finales del XIX y aún había territorios pendientes de ser explorados (y explotados). Los hijos del siglo XX que compartimos esta fascinación por la aventura, faltos de redaños y poder adquisitivo, nos hemos contentado con viajar a esos continentes lejanos a través de un portal abierto en los muros del tiempo, la pantalla del cine, y éste ocupa un lugar de honor en nuestra educación sentimental. En Tarzán, héroe de celuloide y papel (T&B), Eduardo Galán Blanco pone el dedo en la llaga: "Las películas de nuestra infancia y juventud se remontan -se editan- solas, mezclando planos, escenas y sonidos en mil y un asociaciones como si realmente fueran auténticos recuerdos familiares". De la mano de Tarzán no sé cuántas veces habré estado yo en África.

No de otra manera, sino con la imaginación, visitó el continente negro el padre de la criatura, Edgar Rice Burroughs (1875-1950), un tipo que antes de dedicarse a la escritura buscó oro en Alaska, fue cowboy en Idaho y policía de trenes en Utah, y se alistó como soldado en el celebérrimo Séptimo de Caballería hasta que una dolencia cardíaca lo obligó a darse de baja. No puede sorprendernos que, con semejante bagaje, Burroughs se consagrara al género de aventuras, aunque sí deja un tanto perplejo que se decantara por la ciencia ficción más lunática en una serie de novelas protagonizadas por un veterano de la Guerra Civil norteamericana que un buen día se despierta en el planeta Marte. (Hace un par de años se estrenó un film basado en el personaje de Burroughs, John Carter, que sufrió un injusto batacazo en taquilla). En 1912, el escritor diversificó su producción con una historia pergeñada en una noche de insomnio: la historia de un niño perdido en el Congo Belga -en donde Conrad ubicó el corazón de las tinieblas-, criado por simios y coronado rey de la selva al alcanzar la mayoría de edad. Burroughs se sirvió de las crónicas del famoso Henry Morton Stanley para recrear aquella geografía inhóspita: "Aunque se saltara todo a la torera cuando le convenía -advierte Galán Blanco- y metiera tigres de Bengala y templos egipcios en cualquier recodo de su selva africana". Esa África de mentira fue la de verdad en nuestra niñez.

El éxito fue fulminante. De liana en liana, Tarzán recorrió el planeta de un extremo a otro; no había idioma importante que no contara con una traducción de sus aventuras. Galán Blanco refiere una anécdota jugosa: Tarzán fue muy leído en la Unión Soviética, "con 250.000 ejemplares vendidos en un solo año, concretamente en 1923. Y el New York Times no perdió el tiempo para titular con gracejo y vil sentido oportunista: Los rusos prefieren Tarzán a Marx". Para entonces el personaje había saltado también a la gran pantalla. Como era de prever, Hollywood no buscó en los teatros un intérprete para un tipo de tales hechuras. Elmo Lincoln, el protagonista de Tarzán, el hombre mono (1918), había sido policía antes que actor. A él lo siguieron, entre otros, Gene Pollar, que había trabajado como bombero, James Pierce, un jugador de fútbol americano, o Johnny Weissmuller, campeón olímpico de natación y medalla de oro en las Olimpiadas de 1928. Cuando la Metro Goldwyn Mayer estaba preparando Tarzán de los monos (1932), alguien lo descubrió en la piscina de un hotel y le habló de él al director W. S. Van Dyke. Éste, que estaba sopesando a varios candidatos -entre ellos... ¡Clark Gable!-, se decantó por Weissmuller porque era, así dijo él, "el que tenía la cara más idiota de todos".

No se tomen al pie de la letra estas palabras. Un personaje como Tarzán no se anda con demasiadas sutilezas, insisto, y Johnny Weissmuller le presta la justa sencillez -o simpleza, si prefieren- a este buen salvaje rousseauniano. No era un buen actor, sino una presencia magnética, y esto bastaba. Lo interpretó en doce ocasiones y sigue siendo en la memoria cinéfila el mejor de los tarzanes posibles. Sus dos primeras películas, además, son dos obras con un estimable aliento aventurero y un erotismo a flor de piel, potenciado por la semidesnudez y la desinhibición de la pareja protagonista. El sucinto modelito de Jane (Maureen O'Sullivan) en Tarzán y su compañera (1934), confeccionado con un par de harapos, dio mucho de qué hablar en su día. No recuerdo dónde leí que hubo achuchones en la sala de montaje y que el equipo se plantó ante la moviola para, echando la imagen adelante y atrás, dilucidar si la actriz llevaba ropa interior debajo de esos pocos trapos. "No en vano -apostilla Galán Blanco-, a raíz de su aparición en el filme, la actriz será acosada, insultada y amenazada por las ligas católicas norteamericanas". Los defensores de la moral y las buenas costumbres exigieron que, en lo sucesivo, Jane vistiera de manera más decente. Y cuando ella y su compañero decidieron ser padres, los guionistas concibieron la criatura a través del fácil expediente de hacerles encontrar un huérfano en la jungla: "No estaban casados, así que no podían tener un hijo fuera del matrimonio".

Luego vendrían otros tarzanes. Los hubo para todos los gustos y para disgusto de más de uno. Después de Weissmuller, los más famosos fueron Lex Barker y Gordon Scott. El primero, que lo interpretó en cinco ocasiones, era un mal actor y un mal bicho, racista a más no poder; Eduardo Galán Blanco cuenta que, durante un rodaje, Barker se negó a meterse en una piscina porque antes se había bañado en ella la actriz afroamericana Dorothy Dandridge. Por su parte, Gordon Scott -marine, policía militar, cowboy, socorrista y guardaespaldas antes que actor- hizo de Tarzán en seis filmes, cuando el hombre mono parecía condenado a la serie B más estomagante y menesterosa. Desde entonces, cual ave Fénix, el personaje ha resurgido de sus cenizas un sinfín de veces, en todos los formatos posibles, en variados colores y acentos. Ha habido tarzanes españoles, franceses, portugueses, italianos, alemanes, rusos, egipcios, nigerianos, turcos, chinos, japoneses y jamaicanos. De lo cual se deduce que el personaje ha sido el héroe de la infancia de millones de personas. El reciente estreno de Tarzán, un film de animación dirigido por Reinhard Klooss, y el anuncio de otra producción interpretada por Alexander Skarsgård demuestran que la industria sigue confiando en su poder de convocatoria.

Una última curiosidad: Edgar Rice Burroughs no dio el visto bueno a ninguno de los intérpretes que tuvo oportunidad de conocer. Ni siquiera al bueno de Johnny Weissmuller.

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