Cultura

Dylan Thomas vive

  • Se cumplen cien años del nacimiento del poeta de Swansea, uno de los grandes de la lengua inglesa, muy popular en su tiempo y aún hoy venerado por una legión de fieles.

Frente a lo que afirmara William Blake en una de las sentencias más citadas por los adoradores del malditismo, el camino del exceso no conduce al palacio de la sabiduría, pero es cierto que a veces, sólo a veces los temperamentos autodestructivos poseen, como los enajenados, el don de la clarividencia. Genio precoz de vida arrebatada, Dylan Thomas no llegó a cumplir los 40, dejó un rastro tumultuoso -amores inflamados, borracheras monumentales- y menos de un centenar de poemas que explican su fama mejor que las reiteradas anécdotas sobre las interminables veladas en el pub o el trasiego de whiskys encadenados. Hay quienes lo han celebrado como precursor o adelantado de la generación beat, que en efecto rindió culto a su memoria como lo harían algunas señaladas figuras del rock -Dylan se llama Dylan por Dylan- o la contracultura y sus derivados, pero conviene adentrarse en la obra de Thomas sin atender más de la cuenta a su pintoresca bohemia -pese a su existencia precaria, fue popular como una estrella- o salirse de unas coordenadas que remiten a los paisajes y las gentes de su Gales natal, de los que no sabía ni quería alejarse. De ese mundo de voces ancestrales que seguía vivo en el registro oral, tomó la base para sus composiciones memorables.

El talento, el carisma, la vitalidad creadora de Dylan Thomas se proyectaron en varios frentes, el periodismo, la narrativa, el teatro, los guiones radiofónicos o cinematográficos e incluso los libretos musicales, pero es su poesía, densa, apasionada, famosamente oscura y a menudo inextricable, lo que permite definirlo como un grande. Sus versos tienen una cadencia hipnótica que destacaba aún más -no es complicado acceder a las grabaciones de algunos de sus recitados- en una dicción poderosa, cargada de magnetismo, que logró atraer a numerosos oyentes -también de los Estados Unidos, donde ejerció como exitoso locutor o conferenciante- no demasiado familiarizados con el género. Formada por sólo cinco títulos que en su conjunto no llegan al centenar de poemas, la poesía de Thomas irrumpió en el panorama de su tiempo como un torrente de sensualidad desbordada que se alejaba por igual del formalismo experimental -aunque su propuesta no podía ser más heterodoxa- y de los tonos sociales imperantes por aquellos años. Es una poesía, a juicio de quienes se han medido con los originales, muy difícil de traducir, por la variedad de metros y por una musicalidad, difícilmente exportable, que prima absolutamente sobre el contenido.

No es sencillo acceder al sentido de sus poemas -"ni mi propia madre los entiende"-, pero la fuerza de las imágenes basta para sostener un caudal que seduce o hechiza por su cualidad visionaria, no en vano Thomas -y aquí cabría citar de nuevo a Blake- ha sido definido como uno de los últimos poetas proféticos, en el que confluyen la tradición bíblica, el simbolismo de raíces célticas, la exaltación de los románticos y el imaginario alucinado de los surrealistas. Es muy visible una conciencia de lo sagrado que comprende el propio cuerpo o el deseo de otros cuerpos y se extiende a la naturaleza, pues tanto el uno como la otra -"bosques antiguos de mi sangre"- son investidos de un significado trascendente. Thomas gustaba de calificarse a sí mismo como el "Rimbaud de Cwmdonkin Drive" y algo hay en él de la frescura adolescente, impulsiva, libérrima que asociamos al niño terrible, inspirada por raptos viscerales de furia o entusiasmo, pero su poesía, aunque derramada, sigue unos patrones rítmicos que a veces remiten a las baladas y son los que aseguran la eficacia en el recitado. Bien mirado, no extraña que sus versos hayan inspirado a muchos compositores de canciones, pues cualquier oído atento puede apreciar que están muy claramente concebidos para ser dichos.

En el único de los libros de relatos que publicó en vida, Retrato del artista cachorro -young dog, explicaba Miguel Martínez-Lage, equivale también a "bribonzuelo"-, Thomas recreó, a veces con su propio nombre, episodios más o menos gamberros de su infancia y primera juventud, que reflejan una formación felizmente asilvestrada y nos dan la clave de esa nostalgia por un tiempo de plenitud -el paraíso perdido, entrevisto entre las brumas del alcohol- que nutre toda su obra: "El balón que lancé jugando en el parque / aún no ha alcanzado el suelo". Es inevitable asociarla al sentimiento de insatisfacción que late en todos los caracteres excesivos, para los que con frecuencia no existe redención posible. Tal vez no llegara a disfrutarla o sólo en momentos contados, pero Thomas la alcanzó con una poesía gloriosamente impura que sugiere, por un raro milagro, la idea de una pureza originaria.

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