De libros

Yo mato, tú matas

  • Anagrama inaugura en bolsillo una biblioteca dedicada a la escritora Patricia Highsmith cuyo primer título, 'Extraños en un tren', llevó al cine Hitchcock

Patricia Highsmith. Anagrama Negra. Colección Compactos. Barcelona

Guy Haines es un joven arquitecto al que empiezan a irle bien las cosas; ha conseguido sobreponerse a un matrimonio fracasado gracias a Anne, una mujer maravillosa locamente enamorada de él, y tiene en perspectiva algunos sustanciosos proyectos. Lo único que se interpone entre Guy y la felicidad es Miriam, su esposa, que se niega en rotundo a concederle el divorcio. Durante un viaje en tren, Guy conoce a Bruno, un zángano con un galopante complejo de Edipo que dedica su tiempo libre -en fin, todo su tiempo- a emborracharse e imaginar maneras posibles de acabar con su progenitor. Mientras charla con el arquitecto, Bruno cree hallar la fórmula del crimen perfecto: el intercambio de víctimas; él podría eliminar a Miriam mientras Guy está a miles de kilómetros de distancia, concediéndole así una buena coartada, y a cambio Guy asesinaría a su padre siguiendo idénticas pautas. La falta de un móvil redundaría en beneficio de ambos: la policía jamás relacionaría a Bruno con la muerte de la esposa de su interlocutor ni relacionaría a éste con una hipotética desaparición de su padre. Guy no se toma en serio el ofrecimiento; Bruno, sí. Y tras estrangular a Miriam exige a su compañero que cumpla su parte.

Éste es el retorcido (y sugerente) punto de partida de Extraños en un tren (1950), el brillantísimo exordio de la novela con la que la editorial Anagrama lanza ahora la Biblioteca Patricia Highsmith en su colección de bolsillo Compactos, que debuta con otros cinco títulos más (El talento de Mr. Ripley, Ese dulce mal, El grito de la lechuza, Crímenes imaginarios y El diario de Edith). El libro tuvo una excelente acogida y Hollywood, siempre hambriento, puso inmediatamente sus ojos avizores en él. El ángel custodio de la autora tampoco la abandonó en esta tesitura, pues la idea de adaptarlo se le ocurrió a Alfred Hitchcock, nada más y nada menos. Hitchcock encargó la adquisición de los derechos a su agente aconsejándole que lo mantuviera al margen a fin de evitar que el precio de venta se disparara. Según Donald Spoto, los derechos de adaptación habrían costado sólo 7500 dólares para alborozo de Hitchcock y descontento de Highsmith. Ésta quizás hubiera podido sacar una tajada mayor, quién sabe; no obstante, la película contribuyó decisivamente a ponerla en órbita cuando contaba apenas treinta años. De no haber sido por el filme, probablemente su carrera literaria no habría sido tan meteórica, aunque ella, hay que reconocerlo, tampoco se durmió en los laureles. Patricia Highsmith mantuvo su estatus de "reina de la novela criminal" durante más de cuatro décadas, gracias a un trabajo constante y, salvo algún traspié, notable.

Para la redacción del guión, Hitchcock quería un nombre de peso. Según parece, intentó entablar contacto con Dashiell Hammett, infructuosamente. Decidido a no bajar el listón, se decantó entonces por Raymond Chandler, que tenía una considerable experiencia como guionista… y una pésima relación con Hollywood. La experiencia reafirmaría al novelista en sus convicciones: Hitchcock prescindió de sus servicios, pues no lograban entenderse -sustituyéndolo por un desconocido: Czenzi Ormonde-, y él despotricó a su costa una temporada. En una carta a un ejecutivo de la 20th Century Fox, Chandler se explayó a gusto: "Hay dos clases de guionistas. Están los técnicos aptos, que saben cómo trabajar con el medio y cómo subordinarse al uso que hará el director de la cámara y los actores. Su trabajo es acabado, eficaz y enteramente anónimo. Nada de lo que hacen lleva el sello de la individualidad. Después está el escritor cuyo toque personal es lo que lo hace escritor. Obviamente, un escritor de este tipo nunca debería trabajar para un director como Hitchcock, porque en una película de Hitchcock no debe haber nada que el mismo Hitchcock no haya podido escribir", escribía en 1951. Sobran los comentarios.

El film resultante -no tan feroz como el libro, igual de turbio, quizás más lúcido- es hitchcockiano hasta la médula: recuérdense sus primerísimas imágenes, esos planos de sendos pares de zapatos que se apean de un taxi, caminan a lo largo de los andenes de la estación, suben a un tren, lo recorren y coinciden en el mismo vagón. Con semejante estratagema, Hitchcock nos mete de lleno en la acción y establece una sutil identificación entre los protagonistas. No estamos ante un simplista enfrentamiento entre el Bien y el Mal, sino a un inteligente juego de espejos. En la novela y en la película hay un mismo empeño en trenzar bien las mimbres de la trama, describir con rigor las pulsiones de los dos protagonistas, y meter a ambos en el mismo saco. Hitchcock y Highsmith ven a Guy y Bruno como el anverso y el reverso de una misma moneda.

Es una pena que la escritora y el cineasta no volvieran a coincidir. Sus historias son tanto intrigas criminales como retratos de mentes criminales, y advierten (y demuestran) que estos hechos pueden darse cualquier día, en cualquier esquina, y estar cometidos por el anciano que se sienta a nuestro lado en el autobús, la vecina que nos saluda en el ascensor o el tipo del quiosco donde acabamos de comprar el periódico.

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