De libros

Suyo con admiración, Marcel Proust

  • Metropolisiana publica las 'Cartas a la condesa de Noailles', que a la vez componen un vívido retrato del Proust cotidiano y la crónica de una amistad vivida con intensidad y exaltación.

Marcel Proust. Notas de la condesa de Noailles. Prólogo de Alfonso García-Sampedro. Trad. A. García-Sampedro y Caroline Le Lanchon. Metropolisiana. Sevilla, 2014. 150 páginas. 18 euros

Hija de un príncipe rumano y de una aristócrata cuya familia era poderosa desde los tiempos del Imperio Bizantino, aclamada celebridad literaria, inteligente, arrolladora e ingeniosa figura de los salones parisinos del cambio de siglo -donde sus entusiastas monólogos fueron calificados como "río de piedras preciosas", "chaparrón de diamantes" y "apabullante caja de música"-, Anna Elisabeth Bibesco-Bassaraba de Brancovan, condesa de Noailles, fue una de las pocas personas del círculo más íntimo de Marcel Proust capaces realmente de corresponder en idéntica medida a la intensidad y la exaltación con las que el escritor vivía -y convertía en materia literaria- la amistad. La condesa lo conoció cuando "su magnífica inteligencia, su ternura suave y temerosa, su conversación, dividida en raptos de entusiasmo, observación y perspicacia, eran propiedad exclusiva de sus amigos"; mucho antes, en fin, de que el nombre de Proust quedara para siempre asociado a una de las más altas creaciones literarias de todos los tiempos, En busca del tiempo perdido.

Ahora, en su feliz regreso a las estanterías de novedades, la editorial Metropolisiana acaba de publicar -por primera vez en español- la correspondencia que el autor de la monumental Recherche mantuvo con esta querida amiga desde que en 1901 leyera El corazón innumerable, uno de sus poemarios, y quedara tan deslumbrado por su sensibilidad que desde entonces y hasta la hora de su muerte la trató invariablemente con una admiración tal, que a veces, como admite el propio autor en una de las cartas, rayaba en una "gentileza casi disparatada". "Madame, usted es demasiado amable -le escribió un jueves de 1903-. Comprendo que en las edades creyentes se amara la Santa Virgen, ella dejaba que tocaran su túnica los cojos, los ciegos, los leprosos, los paralíticos, todos los desdichados. Pero usted es todavía mejor (...) Y si le disgusta un poco ser todavía mejor que la Santa Virgen, le diría que usted es como aquella diosa cartaginesa que inspiraba a todos ideas lujuriosas y a algunos deseos de piedad".

Más allá de las inclinaciones naturales del corazón inquieto e hipersensible al que siempre obedeció, Proust encontró otro motivo para dedicarle tamaño derroche de afecto y veneración. En el "tumulto disciplinado" de las novelas que también escribió la condesa, a pesar de ser éstas muy inferiores a la literatura del autor -y por lo demás hoy totalmente olvidadas-, Proust terminó de vislumbrar "el método de composición de su futura obra". Como ocurriría después en su En busca del tiempo perdido, las novelas de su amiga, "lejos de organizarse sobre un argumento convencional, componían su estructura más profunda en torno a elaboradas imágenes que desvelaban la belleza sin tiempo oculta tras el torbellino de los acontecimientos".

Este último entrecomillado pertenece al prólogo de estas Cartas, obra, como la edición, las notas finales y la traducción (ésta, con la ayuda de Caroline Le Lanchon), de Alfonso García-Sampedro. Fue este asturiano (Sama de Langreo, 1958) quien encontró, en uno de sus viajes letraheridos a París, la primera edición de esta correspondencia, publicada por la propia condesa en 1931 en una editorial de Robert Proust (hermano del escritor) y Paul Brach. En ella quedó reflejada la peculiar relación que mantuvieron la condesa y el autor universal, así como como el perfil cotidiano, a veces cómico, de un Proust vívido y alejado de la figura moldeada en mármol por el Tiempo y el Canon. Además, como escritor compulsivo de cartas que fue, y en consonancia con el empeño de "transmutar la vida en escritura", éstas revelan, en esencia, el mismo mundo que vibra en las páginas de la Recherche.

"Están escritas en un francés más relajado, con una gramática menos estructurada, no en vano muchas de ellas las escribía a vuelapluma y en cualquier papel que encontraba. Y justamente eso hacía difícil la traducción, porque había muchos matices y sutilezas del lenguaje coloquial del francés que sólo puede captar una persona que domine el idioma verdaderamente al cien por cien, y en ese aspecto la ayuda de Caroline fue muy importante. Aparte de esto, se puede leer estas Cartas casi como su novela. Hay una visión más del día a día, un Proust muy palpable, pero el mundo y el tono con el que habla son esencialmente los mismos que los de la novela. Muchos párrafos de las Cartas podrían perfectamente estar en la Recherche, y algunos de ellos, de hecho, lo están, y casi exactamente", dice García-Sampedro. Un caso especialmente conmovedor de esto último lo constituyen los pasajes en los que el autor expresa a la condesa su pena inconsolable por la muerte de su madre; más tarde retomó esas líneas, con mayor desarrollo expresivo pero idéntica base, para En busca del tiempo perdido, aunque cambió a la madre por la abuela. Igualmente emocionante es el contenido desahogo que se permite ante la condesa tras el fallecimiento de su padre.

Alguien escribió que uno de los más esquivos y difíciles dones consiste en apreciar las cosas mientras suceden. Y al parecer ni siquiera la condesa, que fue adorada y envidiada por su capacidad para embriagarse con el espectáculo de la vida, llegó a poseerlo por entero. Sólo tras la muerte de su amigo en 1922 volvió a estas cartas: "¡Grande es mi dolor ante esas páginas, al pensar que, en el cándido orgullo de la juventud, no me parecían asombrosas! Lo son, sin embargo, por la apoteosis inmerecida bajo la cual aparezco", escribió ella en uno de los tres hermosos lamentos fúnebres que recoge esta edición impecable, marca de la casa, y que sirven de pórtico doliente a las misivas donde Proust glosa extáticamente los versos de su amiga, deja constancia de los vaivenes de su ánimo y su quebradiza salud, explica su proverbial amor por las viejas iglesias francesas, comparte lecturas y revelaciones o se duele, buscando comprensión en su proverbial susceptibilidad, de las pequeñas afrentas sufridas ante otros conocidos...: el "tesoro de una amistad", como dice García-Sampedro, negro sobre blanco.

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