Cultura

La fractura americana

  • Tusquets celebra el centenario de Arthur Miller con un volumen que incluye 'Todos eran mis hijos', 'Muerte de un viajante', 'Las brujas de Salem', 'Panorama desde el puente' y 'Después de la caída'.

TEATRO REUNIDO. Arthur Miller. Trad. Victoria Alonso Blanco, Jordi Fibla Feito, José Luis López Muñoz y Eduardo Mendoza. Tusquets. Barcelona, 2015. 488 páginas. 23,50 euros.

Conforme se iban conociendo detalles durante los últimos días del escándalo Volkswagen, resultaba casi inevitable acordarse, y hasta con cierta ternura, de Joe Keller, el protagonista de Todos eran mis hijos. Keller, inspirado en un personaje real que suministró al ejército estadounidense piezas de aviación defectuosas durante la Segunda Guerra Mundial, actuó por el bien de su familia, o eso juró y perjuró; los motivos de la industria automovilística tienen un peso distinto, y aunque seguramente el asunto de las emisiones no sea para tanto, a estas alturas del siglo XXI ya se sabe bien que, si en el XX los defraudadores eran apenas raterillos marginados, ahora ocupan cargos de responsabilidad en las grandes corporaciones. Precisamente, Arthur Miller (Nueva York, 1915 - 2005) demostró en la pasada centuria algo que la presente parece haber olvidado: hasta qué punto el teatro puede dirigirse al corazón de la Historia y servir de faro en las tinieblas. Nuestro hombre escribió muchas otras cosas, relatos, novelas y ensayos, con una calidad admirable. Pero Miller fue más Miller en el teatro, desde una tradición, la del drama americano, a la que regaló buena parte de sus mejores páginas. Y ya que de siglos va la cosa, la editorial Tusquets, que ya orquestó un proyecto del mismo calado en 2006 con Samuel Beckett, acaba de lanzar para celebrar el centenario del estadounidense un volumen que reúne los cinco títulos ya publicados en su catálogo, y vaya cinco: Todos eran mis hijos (1949), Muerte de un viajante (1949), Las brujas de Salem (1953), Panorama desde el puente (1957) y Después de la caída (1964), en las espléndidas traducciones de Eduardo Mendoza, Victoria Alonso Blanco, Jordi Fibla Feito y José Luis López Muñoz. No están todos los que son, pero desde luego sí son todos los que están. El órdago representa la mejor introducción posible no sólo a un creador de revisión constante y necesaria, también al teatro como herramienta transformadora, denunciante, influyente y libre, con un voltaje que, tal vez, no ha vuelto a repetirse. En sus diversas colecciones, Tusquets ha publicado igualmente gran parte de la obra narrativa y autobiográfica de Miller, pero merece la pena reparar en su teatro, también, como obra literaria: en el papel, sus dramas distan mucho de quedarse en teatro muerto. A ojos del lector, mucho antes de la representación, son ya verdaderas joyas repletas de misterio, rabia, desolación y lucidez. Tanta, tanta lucidez.

El gran acierto de Arthur Miller consistió en trasladar la esencia del drama familiar acuñado por Eugene O'Neill, contestación fulminante al teatro burgués decimonónico, a un plano político, y allí prender la mecha. Tal revelación fue patente tras su primer estreno en Broadway, el de Un hombre con suerte (1944), comedia bienintencionada que no aguantó más de cuatro funciones. El estreno en enero de 1947 de Todos eran mis hijos plantó ante una sociedad estadounidense que empezaba a llenarse de temores la advertencia de que el principal enemigo estaba dentro: a través de la historia de Joe Keller y su familia, Miller delata que quienes han ganado la guerra están dispuestos a hacer lo que sea, incluso a sacrificar a los suyos, con tal de no perder un ápice del poder conquistado. La obra significó además la primera colaboración de Miller con Elia Kazan, quien, aunque ya había abandonado las filas del Partido Comunista, compartía con el dramaturgo una lectura marxista de la Historia. Resulta difícil, de hecho, desligar el teatro de Arthur Miller del nombre de Elia Kazan (1909-2003), en virtud de una relación que representa con fidelidad la insondable fractura que América percibió en sus entrañas a mediados del pasado siglo. Muerte de un viajante (1949), ganadora del Pulitzer, ahondó en la descomposición del sueño americano en la figura de Willy Loman, un arquetipo solitario y frágil, próximo al teatro que justo entonces empezaba a cocinarse en Europa: su convicción de que podía resultar más valioso muerto que vivo no sólo le aproximaba al existencialismo de Horace McCoy, también al pesimismo que respiraba la concienzuda cuadrilla sartreana en el París liberado.

Pero ya en 1950 Miller fue salpicado de lleno por la caza de brujas impulsada por McCarthy tras la delación de Elia Kazan. Justo aquel mismo año firmó su adaptación de Un enemigo del pueblo de Ibsen, proyecto en el que por primera vez denunció la situación de hostigamiento a la que estaba siendo sometido y con el que tomó posición con preclara intención respecto a la influencia del teatro europeo. Miller no declaró ante el Comité de Actividades Antiamericanas hasta 1956, el mismo año en que se casó con Marilyn Monroe, cuando se negó a denunciar a compañeros comunistas; por aquel delito fue condenado a una pena de la que fue absuelto definitivamente en 1958 sin que tuviera que pisar la cárcel, pero un lustro antes había estrenado Las brujas de Salem, en la que, ya sin Elia Kazan, la denuncia adquirió las dimensiones precisas. Alzada en el imaginario común del siglo XX, hoy es digno de subrayar el impacto que la obra causó en Europa, como en justa correspondencia: el mismo Jean Paul Sartre, de hecho, firmó el guión de la adaptación cinematográfica que rodó en Francia Raymond Rouleau en 1957; en España, por cierto, la obra se estrenó en 1956, con un histórico montaje en el Teatro Español dirigido por Juan José Tamayo y protagonizado por Francisco Rabal, Asunción Sancho, Antonio Ferrandis y Analía Gadé, entre otros ases.

Panorama desde el puente (1955), aun recibida con frialdad por la crítica, le valió a Miller su segundo Pulitzer merced a aquella presunta réplica a La ley del silencio (1954) de Kazan que fue mucho más. Tal y como señala en el prólogo Eduardo Mendoza, esta historia de inmigrantes ilegales "enfrenta al espectador (o al lector) a un constante dilema: enjuiciar una conducta que sabe censurable, pero que difícilmente puede condenar sin reservas". Tal vez por este mismo dilema, en 1964 volvió a contar con Elia Kazan para la dirección de Después de la caída, aunque la reconciliación ya sólo pudo ser profesional. Aquí daba cuenta de su particular lustro en el infierno junto a una Marilyn Monroe que había muerto dos años antes a través de Maggie, personaje que encarnaba con fervor los procesos de la autodestrucción. El marxismo también estaba bien enterrado. Ya sólo le quedó el teatro.

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