Cultura

La espita del Kurdistán

  • Manuel Martorell explica en este ensayo, de interés para versados y legos, el antiquísimo drama de la mayor nación del mundo sin Estado.

KURDOS. Manuel Martorell. Los Libros de la Catarata. Madrid, 2016. 142 páginas. 14,50 euros

Una forma de asomarse a la asombrosa y doliente encrucijada del Kurdistán es a través del relato épico. El inefable oficial de caballería Rafael de Nogales, venezolano de cuna pero afín al ejército otomano, recorrió las mostrencas regiones del Kurdistán durante la Primera Guerra Mundial (léase su extraordinario periplo en Cuatro años bajo la Media Luna). De los albos aludes del monte Ararat se pasaba a las calores sobre la planicie del otro Kurdistán, en la alta Mesopotamia. Horrores de guerra aparte, para Nogales los kurdos eran en 1915 "la raza del porvenir en el Cercano Oriente". El inefable, no obstante, no anduvo fino.

Rosita Forbes (1873-1967), escritora, viajera y perla de la society inglesa, atravesó Anatolia en 1921 a lomos de un potrillo, con un poni como bestia de carga y un kurdo que le sirvió de guía. Entre 1929 y 1931 cubrió para el Telegraph la guerra de exterminio mutuo que kurdos y el ya remozado ejército turco de Atatürk libraban entre Bitlis y el coloso Ararat. De entonces a hoy Turquía ni siquiera menciona el término Kurdistán, puesto que siempre habla del Sudeste (esta región ocupa el 28% de la extensión total del país). La nueva, sacrificada y auroral República de Turquía (1923) marginó los anhelos nacionales de los kurdos (Atatürk los llamó "turcos de las montañas").

Se diga lo que se diga todo presente es como regresar con mayor o menor incordio al pasado. Manuel Martorell, avezado periodista, explica en su libro Kurdos de qué barros provienen los lodos de hoy. Un libro que escruta la prolija realidad kurda, pero que entendemos de interés para versados y para legos (en especial para los aturdidos por el noticioso émbolo que nos llega del telediario).

La histórica pugna entre turcos y persas fijó en 1639 una grieta fronteriza en mitad del Kurdistán (el imperio otomano quedó separado del otro gran imperio safávida). Hoy por hoy existen cuatro kurdistanes, cuarteados entre las calientes fronteras de Turquía, Siria, Iraq e Irán. El llamado Creciente Fértil, ese embrollo de valledos, ríos de bíblicos meandros y crespas montañas, por donde asoman su alto cuello las cumbres del Tauro y del Zagros, siempre ha sido pródigo en leyendas, lo mismo que en escandalosas masacres.

Para los kurdos turcos existe su citado Kurdistán, al que llaman Bakur (hoy se halla en estado de sitio por la guerra abierta que el ejército mantiene desde 1984 con las guerrillas terroristas del PKK). Pero también existe el Kurdistán iraní (Rojelat), el iraquí (Basur) y el sirio (Rojava). Decíamos antes que el presente es la alfombra ligera o pesada que lleva al pasado. Por eso el autor explica con loable concisión la antiquísima historia de este pueblo sin Estado, que se remonta a los medos y tiene al kurdo Saladino por uno de sus referentes. Causa sonrojo resumir en pocas líneas lo que da de sí la riqueza religiosa, cultural y patrimonial del pueblo kurdo (amén de sus atomizados partidos políticos). Y da particular pudor también resumir las tragedias que los kurdos han sufrido a lo largo del tiempo hostil. Sólo a finales del siglo XX padecieron la brutal represión del ayatolá Jomeini (1979-1983), el extermino de 1988 con armas químicas ideado por Sadam Hussein (Operación Anfal), la política de tierra quemada diseñada contra el PKK por el ejército turco en los 90 (y que hoy, repetimos, revive su más virulenta hora entre combates y atentados).

Martorell, autor de otros libros sobre el Kurdistán, insinúa sus simpatías por la mayor nación del mundo que carece de Estado. Pero apenas si existe pueblo alguno que pueda redimirse de su propia mancilla. Los atávicos recelos entre clanes kurdos ya fueron denunciados en la epopeya nacional escrita por Ehmede Xani (el Mem-u-Zin de 1695). Desde 1885 los kurdos integraron los aterradores escuadrones del sultán Abdülhamit II, participando en las matanzas armenias, y cuya eclosión tendría lugar con el exterminio de 1915 organizado por los Jóvenes Turcos. Muchos kurdos siguen hoy enrolados en la Guardia Rural creada por Turquía en 1985 para combatir a sangre y fuego a sus correligionarios en el Sudeste anatolio. Y bolsas de kurdos se alistaron también con devota fe en el Estado Islámico, bajo el autoproclamado califa Al Bagdadi (fue un kurdo quien recibió en enero de 2015 la orden de decapitar a un comandante peshmerga kurdo). Nadie hay inocente.

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