Costumbrista y gastronómico

Fátima Ruiz de Lassaletta

Bota, que no barril

 EN este año en que nuestra ciudad es la Ciudad Europea del Vino, ni los defensores de la producción y consumo del jerez, ni los colectivos con capacidad de difusión mediática deberíamos quedarnos al margen una sola semana más y que brille nuestro vino en lugares  y redes los trescientos cincuenta y tantos días que aún quedan. Por ello me dispongo a recordar periódicamente términos y modos vinícolas que todos los iniciados saben y que a los menos profesionales o aficionados les gustará recordar, al tiempo que les aconsejo que se pongan una copa de jerez, como yo. Si es fino con una aceituna o chip. Si es oloroso o amontillado, unos frutos secos y si es cream, una galleta  fina.

Nuestras botas,  de unos 500 litros de buen vino de capacidad  —cuántos cientos de botellas de alegría a compartir…—  son un precioso elemento, tanto estético como funcional, que nuestros bodegueros idearon y nuestros toneleros ejecutaron para la perfecta crianza y envejecimiento de nuestros caldos.  Se almacenan fácilmente unas sobre otras hasta en hasta cuatro alturas, y a las calles de las naves bodegueras, donde reposan  por años y décadas,  se les da la medida monumental para que ubiquen montadas dos filas enfrentadas, con un pasillo entre ambas con la distancia suficiente para que quepa a su vez una bota de pie, en espera de ser colocada y una bota al ruedo o al paso. El roble del que se labran las duelas que la forman permite la porosidad adecuada para la oxigenación de su contenido y la conveniente ósmosis. 

A la bota los ingleses la llaman muy parecido: butt. Mientras que los americanos les llaman: barrel —por ello el título de El barril de Amontillado,  de  Edgar Alan Poe—  y los franceses y belgas, suizos y canadienses  francófonos:  fût,  sin pronunciar la t.  En todo caso, lo que aprecian más es su contenido, que en su buena costumbre de tomar el aperitivo y la copa de sobremesa les viene al dedillo la extensa gama de nuestros generosos secos y de nuestros ricos dulces, respectivamente.      

Los mayores del lugar y sector tuvimos el gusto, casi diría el honor, de recorrer las bodegas de sobretablas o añadas, donde los mostos fermentaban aún en botas nuevas de roble claro y reposaban en su primer año hasta la clasificación por tipos. Y todos seguimos admirando las bodegas de crianza, donde las botas sin llenar en su totalidad presentan en la superficie la capa de la flor del fino, o las de envejecimiento donde las botas oscuras —pintadas de calamocha—  contienen los ricos caldos fortificados.  Los antiguos vimos bota a la bretona –—que no es en homenaje a Juan Luis Bretón, un hombre que tantas décadas dedicó al jerez— sino “la bota colocada entre dos andanas con el eje mayor paralelo al de la nave”. Y, a veces, la bota dormida, aquella colocada ligeramente dejada caer hacia un lado, lo que denuncia su rotulación o la inclinación de las duelas de su testa.  Y en el trabajadero o tonelería, de nuevo, aquellos fuertes toneleros jerezanos eran capaces de hacer una bota cada día, un hombre solo, a destajo desde luego. Brindo por ellos, en el recuerdo. Salud, profit.

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