Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

'Tu sangre me dará dinero'

CAZABA Tanzania, la antigua Tanganyka, en el corazón de la reserva del Selous, uno de los pocos grandes espacios vírgenes que nos quedan en el planeta. Al suroeste del río Rufiji, por lugares en los que, después de caminar muchas horas durante muchos días, uno puede estar seguro de haber pisado por donde ningún ser humano lo ha hecho antes, seguíamos las huellas frescas de un rinoceronte negro –especie que se pensaba extinguida en esa región- que hayamos en el cauce seco, en esa estación del año, del río Luwegu –ellos lo pronuncian “Luego”-. No íbamos a cazarlo -está en peligro de extinción-, seguíamos sus huellas parar intentar verlo y reportar el hallazgo documentado a las autoridades. Nunca dimos con él, lo que, en parte, me alegró, porque significaba que había aprendido a esquivar a los depredadores humanos, lo que si encontramos fue un pequeño y miserable asentamiento de furtivos.

Fue una situación peligrosa. Ellos sabían que no podían estar allí, nosotros lo sabíamos también. Ellos estaban mal armados, pero armados, nosotros estábamos bien armados. Los tres pisteros masais que nos guiaban fueron los que impidieron que sucediese una tragedia y los que consiguieron, tras casi una hora de charla y aspavientos, que acabasen por brindarnos su hospitalidad, acceder a nuestras recomendaciones y terminar, después de pasar el resto del día con ellos, por levantar el campamento e irse.

En las horas que estuvimos en aquel lugar, no se debe despreciar la hospitalidad de un masai, descubrí el horror al que los seres humanos pueden condenar a padecer a otro ser humano más frágil, por haber nacido “diferente”, o más débil, por parecer “distinto” a los demás, o más vulnerable, por la ignorancia de los que deberían cuidar de él y sin embargo lo someten a crueldades tan abominables que me hacen maldecir y repudiar, sin miramientos, mi condición de humano.

Matoshe era, quiero creer que sigue siendo, aunque lo dudo, un chaval de unos nueve años que encontré dentro de una de las míseras cabañas del campamento nómada en las que curioseé. Sólo, sentado en un rincón oscuro sobre la tierra polvorienta, con una escudilla sucia y vacía a un lado y un cuenco de madera con algo de agua, al otro, tenía una mirada limpia, pero de una tristeza sobrecogedora. Sus pupilas grandes y muy oscuras, dejaban sentir el pavor que palpitaba detrás de ellas. Pequeños rizos de un débil cabello rubio de aspecto enfermizo, separados unos de otros por retazos de piel casi amarillenta, apenas si cubrían su pequeña cabecita. Cejas y pestañas blanquecinas, labios rosáceos y desvaídos, la piel de su cuerpecito, enjuto y famélico, de un blanco mortecino y “maldito” salpicado de insalubres manchas oscuras, dejaban al descubierto la tremenda, cruel, inhumana, angustiosa e inaceptable tragedia en la que los que debiéramos ser sus hermanos, habíamos convertido su vida: unos, los de allí, embrutecidos por la ignorancia, otros, los de aquí, enfangados en una indiferencia criminal. Matoshe era un albino.

Le dije a Kuná, el masai que me servía de intérprete, que le preguntase al que parecía el jefe de la partida por aquel crío al que mantenían apartado en condiciones penosas: famélico, a penas cubierto con cuatro harapos, aislado, infestado de parásitos y sucio. Es un “pune” -le respondió aquel hombre a Kuná-, “un fantasma negro” –continuó diciendo-, “es peligroso, trae la mala suerte y te contagia si lo tocas, pero cuando el hechicero lo purifique, se convertirá en nuestro talismán, y eso es lo que vamos a hacer con él” –terminó de “explicarnos”-.

Un escalofrío me atravesó la columna vertebral, no tenía saliva suficiente en la boca para tragar y tratar de deshacer el nudo que se me agarró a la garganta… Llevo muchos años yendo a Centroáfrica –catorce- y sé que escuchar, en determinados lugares y a ciertas personas, las palabras “hechicero” y “purificar”, al  mismo tiempo, no puede significar nada bueno.

Hablamos con el hechicero del grupo. Nos dijo que el “pune” les serviría para que los espíritus les fueran favorables en la caza, que gracias a su magia podrían llevar mucha carne a sus familias y marfil al mercado. Sabíamos lo que todo eso quería decir. Intentamos que nos dejara llevar a Matoshe, no quiso; tratamos de comprárselo, no quiso. Insistimos e insistimos, hasta que la discusión se fue poniendo tensa, sus modos cambiaron, comenzaron a gritar y a murmurar entre ellos… Kuná me advirtió del peligro que corríamos.

Desesperados, con las tripas ralladas, el estómago revuelto y el corazón atenazado, no tuvimos otra opción que marcharnos mientras ellos desmantelaban su campamento. Mis pies me pesaban como si fueran de plomo, era como si se negasen a salir de allí. Apreté los dientes hasta que rechinaron, cerré los puños y los estrujé hasta hacerme daño, pero no tuve valor para volverme a mirar el cobertizo en el que languidecía aquel ser humano desdichado, abandonado y condenado.

A Matoshe, antes o después, lo degollarían, descuartizarían su cuerpo, pequeño y frágil, pondrían a hervir sus extremidades hasta que la carne se separase de sus asustados huesos  y dejarían que el sol de un África olvidada, ajeno a la monstruosidad que la ignorancia cometía en la sabana, los secase. Después, los partirían en trocitos, unos se los quedarían para asegurarse su buena suerte, los otros los  venderían por aldeas y mercados.

La sangre de Matoshe, tan roja como la de ustedes o la mía, un africano negro con la condena blanca de su piel, se hará dinero para sus verdugos, mientras, y una vez más, el corazón roto de Tanganyka llorará, allá, lejos de nuestras vidas pero muy cerca del rincón en el que velamos los sentimientos, allá, en un África que no queremos conocer.

PD: Cualquier parecido con la realidad no es una coincidencia, es la realidad. 

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