Tribuna libre

La fábrica

EL 6 de septiembre de 2009 un viento frío en forma de portada de diario recorrió la ciudad. Después de dimes y diretes, de negociaciones políticas y de muchas promesas incumplidas, Saint Gobain anunciaba el cierre definitivo de la fábrica de botellas de Jerez. Ni la presión social de una ciudad extrañamente unida en defensa de uno de sus símbolos, ni la marcha de los trabajadores y sus familias a Madrid, ni la mediación institucional, ni si quiera los datos objetivos de una factoría rentable y con una productividad superior a las de otras plantas del país, revirtieron la situación. Vicasa echaba el cierre. El 25 de noviembre se llegaba a un difícil acuerdo con los sindicatos y se cerraba el conflicto, que no la herida.

Ahora se cumple un año. Y a pesar de que poco más de cuarenta personas siguen en la ronda de los Alunados con el eslivado de botellas, en el reescogido, en el arreglo de moldes y el almacenaje de productos de otras fábricas del grupo, ya nadie puede mirar a las chimeneas para saber de dónde sopla el viento o si va a llover.

Algunos se prejubilaron y otros muchos trasplantaron sus vidas a Alcalá de Guadaira. Pero la herida quedó abierta en los cientos de jóvenes de la ciudad que ven otra puerta cerrada para ganarse la vida. Quedó el sabor amargo de los que dieron lo mejor de sí mismos y que todavía esperan unas simples gracias. La perplejidad en las familias que sufrieron la incertidumbre de años de reivindicaciones laborales. O la impotencia de los que ven perderse otro retazo más del sustento y la identidad económica de una ciudad que desde la dura reconversión bodeguera de finales de los ochenta no sabe qué camino tomar.

Desde el inicio de la actividad de La Jerezana, en 1895, y bajo diversas denominaciones, como Compañía General de Vidrieras Españolas, adquiridas por Saint Gobain en 1925; Vidrieras de Castilla S.A. (VICASA), a partir de 1974; o, finalmente, como VICASA Saint Gobain, desde 2001; la fábrica de botellas ha sido una de las señas de identidad de Jerez y parte de su tejido industrial asociado al campo y a la industria del vino.

El abuelo de mi abuelo trabajó en La Jerezana. Después, mi abuelo, mi padre y yo trabajamos en la fábrica de botellas. Cinco generaciones de mi familia, pero también de muchas otras familias de Jerez, hemos pasado por una fábrica que empleaba en sus orígenes, a finales del XIX, a más de mil obreros, o que a la altura de 1985 producía más de ciento setenta mil toneladas de botellas por año.

Supongo que a algunos no les gustará recordar los malos momentos, además, tan recientes, en la lucha por evitar el cierre. Pero estoy seguro que habrá formas para que no se olvide a tantos y tantos hombres y mujeres que velaron, se quemaron, y se dejaron la vida en esos 114 años de existencia de la fábrica de botellas de Jerez.

La fábrica ha sido para Jerez fuente de vida. Un pulmón económico, generador de empleos, tanto directos como indirectos. Motor de crecimiento y desarrollo urbano. Un elemento que trasciende lo económico y que se sitúa bajo la epidermis social.

A pesar del cierre, la fábrica todavía puede seguir contribuyendo al desarrollo de la ciudad. Eso exige hablar de la industria tradicional de Jerez en pasado, pero también en clave de futuro. La herencia de la fábrica para la ciudad es su suelo, si sabemos aprovecharlo. Podemos conformarnos con hacer viviendas. O que ese suelo tenga usos con efectos multiplicadores sobre la vida económica, social y cultural de la ciudad.

Un buen primer paso sería la incoación del expediente como Bien de Interés Cultural de las tres chimeneas de la fábrica. A pesar de estar protegidas por el planeamiento urbanístico, sería interesante su incorporación al Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz, como arqueología industrial. Como lo está la chimenea de la antigua central térmica de La Misericordia en la ciudad de Málaga.

La fábrica de botellas se encuentra en una posición estratégica en el centro de la ciudad. Pegada a las estaciones de ferrocarril y autobuses, al campus universitario de la Asunción, limitando con el centro histórico. Un suelo con todos los requisitos para emprender proyectos de recualificación y mejora urbana que actúen como polos de diversificación económica y también para la estructura social de la ciudad.

Es necesario un debate ciudadano. Garantizar que no son los trabajadores, y en general todos los contribuyentes, los que vuelven a perder ante una empresa ávida de beneficios y una administración local necesitada de ingresos. Estar alerta ante el uso de esos terrenos es una obligación de las autoridades locales y exige control ciudadano.

Esperemos que no volvamos a asistir a un episodio donde se repita el ciclo. Se cierra una industria en la ciudad. Se deja una actividad empresarial marginal. Con el tiempo la planta se cierra definitivamente. El tema desaparece de la primera línea de discusión pública. Las instalaciones se abandonan. Se convierten en lugar de conflicto y foco de delincuencia e insalubridad. A continuación, son los propios vecinos los que reclaman la actuación municipal sobre los terrenos. Y al final, se acaba con una modificación puntual de la planificación urbanística y se construyen viviendas. Y una zona industrial acaba siendo zona residencial.

Es un buen momento para evidenciar que no se anteponen los intereses particulares a los generales de la ciudad. Que existen modelos diferentes de ciudad. Que no se fía todo a la inversión externa, que un día llega y otro se va. Y que apostamos por el desarrollo endógeno, por abrirnos a otros escenarios que nos alejen de ser una ciudad con una economía exclusivamente ligada a un sector servicios precario, un turismo que no despega, una excesiva dependencia de las administraciones públicas y que tiene como único recurso su capacidad para ofrecer suelo barato.

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