Cultura

La multiplicación de Rousseau

  • Pre-Textos recupera los 'Diálogos' del pensador, su experimento literario más profundo y probablemente la coda más moderna y radical a su obra.

Rousseau juez de Jean Jacques Diálogos de Jean-Jacques Rousseau. Pre-Textos. Valencia, 2015, 480 páginas. 35 euros

Del estrambote autobiográfico del último Rousseau, del que también forman parte las Confesiones y las Ensoñaciones de un paseante solitario, quedaba por traducir entre nosotros este volumen inclasificable de diálogos, puede que por ser la coda más moderna y radical, su experimento literario más profundo, y haber quedado cristalizada su figura en un lugar indeterminado, a medio camino entre el pensador ilustrado de El contrato social y el ogro inhumano que enviaba a sus hijos al hospicio sin despeinarse. Y eso que no hay libro más clarificador que éste para vislumbrar su psique pioneramente atormentada por las transformaciones que la ciudad anónima y la masa lectora iban a producir a partir de entonces entre aquellos que firmaban sus escritos y los ponían a circular en sociedad; tampoco otro que explicite de manera tan singular la defensa numantina de un "yo" en proceso de resquebrajamiento que convierte la escritura en la única tabla de salvación posible.

Que Rousseau. Juez de Jean-Jacques haya pasado a la historia como el epítome de la esquizofrenia y la manía persecutoria que sobrevolaban al pensador parece del todo natural, al menos si atendemos a su superficie, a la estructura y contenido de estos diálogos: tres momentos de una conversación entre Rousseau, una personalidad cercana al filósofo y escritor que, habiendo leído su obra, pone en duda el clima difamatorio y la opinión general contraria al autor del Emilio, denunciando el complot generalizado que lo ha trocado en el "hazmerreír y juguete del género humano", y el francés, un representante sin atributos que comparece al inicio de la obra como portavoz de esa ciudadanía amorfa que sin haber leído una página de sus libros considera al escritor como un criminal monstruoso, vergüenza de la especie humana y pozo de iniquidad. El tercero ausente, claro, es el objeto de las querellas, el aquí juzgado Jean-Jacques, quien sólo se muestra indirectamente, como prueba viva (la persona solitaria y escarmentada a la que va a visitar Rousseau para confirmar sus intuiciones y cuyo legado lee finalmente el francés, cayendo así de su particular caballo y convirtiéndose a la causa de un inocente condenado sin pruebas ni turno de palabra) de una terrible injusticia que únicamente la posteridad podrá reparar, siempre que a ésta la caracterice un lector ideal -en eso devienen después de la larga conversación Rousseau y el francés- que atienda a las esenciales correspondencias entre la vida y la obra del autor.

Pero estamos aquí no obstante ante lo que Michel Foucault, admirador confeso de estos Diálogos, denominó "una soledad multiplicada por tres", una sorprendente exposición enunciativa -incluso hay, rizando el rizo, notas a pie de página del autor- que nos advierte de una operación literaria mucho más densa que la que explicaría estas páginas como el fruto angustioso de una mente titubeante, repetitiva y balbuciente que pataleara en un último estertor creativo, lo que sin duda sería terriblemente aburrido. Así, escrito durante cuatro años, entre 1772 y 1776, y publicado, como el resto de materiales autobiográficos, póstumamente, este libro más bien parece por el contrario un esfuerzo en la dirección contraria, hacia la luz y la lógica; un empecinamiento literario en el que Foucault vio latir la coherencia y el rigor de la misma manera que en su día Blanchot advirtiera en los diabólicos Cantos de Maldoror el desbrozamiento de las pesadillas por parte de una razón movilizada en aras de la libertad creadora y el insensato juego de la escritura. Es necesario sin embargo para adherirse a esta mirada a los Diálogos reaccionar sin escrúpulos amargos al humor neurótico y obsesivo del que aquí hace gala Rousseau, quien igual afina socráticamente sus argumentos de defensa indirecta que se pierde en delirios hiperbólicos que tienen incluso a Dios y al Rey enfangados en esta conjura universal y unánime en su contra que lo presenta, cual Sancho Panza en su anhelada Barataria, como un tonto consentido entre palmaditas y risas.

Esta indefinición, esta tierra movediza que paradójicamente sujeta Rousseau. Juez de Jean-Jacques, debe entonces responder, decimos, a otra intención distinta a la de la poco plausible plasmación literaria de la manía persecutoria o de una esquizofrenia a punto de desbordarse, otra apuesta estética de la que puede dar pistas el hecho de que estos escritos hayan sido considerados precursores lejanos de la dialéctica negativa de la Escuela de Frankfurt de Adorno y Horckheimer o del Situacionismo de Debord. Posiblemente se trate aquí entonces de nombrar esa falla que separa a philosophes como Voltaire y Diderot del misántropo copista de partituras Rousseau, un abatimiento en forma de sospecha pesimista sobre lo que se avecinaba, una opinión pública ilustrada pero que conforma sus puntos de vista a partir de prejuicios y rumorología, estableciendo de paso el nuevo canon de la celebridad, un entreverado de imagen y realidad que confunde para siempre la unidad, tan preciada por Rousseau, entre el hombre y los signos que produce.

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