HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano /

Elogio de Covadonga

No ha sido deliberado poner ayer a Recaredo y hoy a don Pelayo, ni intención futura, aunque no la desdeñemos, de hacer semblanzas de los símbolos patrios, sino vecindad de días: el 7 de mayo es una de las fechas que se tienen como probables de la celebérrima batalla de Covadonga. No se sabe a ciencia cierta quién fue don Pelayo, ni siquiera si existió realmente. Es lo de menos. Los símbolos y los mitos no necesitan documentos de identidad que acrediten su existencia: su verdad está en lo que significan. Es muy probable que Santiago el Mayor no esté en Compostela y no por eso dejó de redimir penitentes peregrinos y de obrar incontables milagros: el más grande de todos, la importancia civilizadora del Camino de Santiago frente a la decadencia imparable de los sectarios de Mahoma. Un listo, nacionalista de su metro cuadrado, dijo que España era un mito. ¿Le parecía poco? El mito, en contra de las leyendas, es otra manera de contar la historia. Lo que importa no es tanto que sea mito, sino que sea nuestro mito. Otro asunto es hacer historia con las leyendas, cosa de pobres mentales.

Es dudoso que don Pelayo fuera un noble godo refugiado en las montañas de Asturias para resistir a la morisma, y la batalla de Covadonga, un hecho de guerra relevante y no una escaramuza. Ni romanos, ni godos ni moros expusieron mucho en el norte por ser, en aquel tiempo y hasta hace dos siglos, tierras pobres y de poca utilidad. El nombre de don Pelayo, Pelagio, y el de la reina, Gaudosia, son latinos. Así que debió ser, como ha resultado otro rey semilegendario, Arturo, un romano o alguien muy romanizado, a quien se le terminó otorgando la legitimidad de la monarquía goda frente a los invasores. La corte asturiana adoptó pronto el ceremonial visigodo y en cuanto pudo puso la capital en León. Libros hay de todo pelaje para quien quiera enterarse y sacar sus propias conclusiones.

Nada de esto, seguramente, sería digno de mención, si no fuera símbolo del nacimiento de España, ya no Hispania, y de los españoles, ya no romanos ni godos, y si la derrota de los cuatro moros que llegaron hasta allí, mandando una partida de romano-godos conversos al islamismo, no significara el que España pudiera realizar su destino cristiano y europeo. "¡Es la voz de Pelayo en la montaña,/ que empieza resonando en Covadonga/ y acaba resonando en toda España!", acaba un mal soneto patriótico de Alfonso Camín. Hoy no es políticamente correcto hacer elogios de don Pelayo, el mito y la realidad, salvo en Asturias: el nacionalismo asturiano lo han empequeñecido al tamaño del bable, lo tiene por héroe asturiano y considera el resto de España como tierra de conquista. Allá cada uno con sus delirios, siempre que no le quiten a España lo que es suyo, ni nieguen sus mitos originales y su futuro glorioso.

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