MUCHOS años después, frente a la pantalla del ordenador, quien esto escribe había de recordar aquella tarde remota en que vio a una chica en el autocar del colegio leyendo un libro. Eso ocurrió hacia 1970, y el libro tenía una fea cubierta azul con cuadriláteros que parecían extrañas fichas de dominó. La chica era la menor de dos hermanas, la más guapa, y uno hubiera deseado charlar un rato con ella y hablar de cualquier cosa con tal de obtener unos segundos de su atención. Pero la chica no apartaba la vista del libro. Ni los frenazos, ni los bocinazos que se oían en la calle, ni los gritos destemplados de los escolares -muchos- que íbamos en el autobús: nada la distraía, nada podía apartarla de la lectura de la novela. Cuando llegamos al colegio, la chica cerró el libro y lo metió en su bolso. Desconsolado, tuve tiempo de leer el título: Cien años de soledad.

Supongo que aquel día sentí un furioso ataque de celos hacia el autor de aquel libro, pero al mismo tiempo descubrí que estaba ante un escritor imbatible. A la hora de atrapar la atención del lector, a la hora de narrar una historia que tuviera los efectos de un trance hipnótico, nadie podía competir con García Márquez. Y nadie que ame la lectura -si es que aún queda alguien así en el mundo actual cada vez más histérico y más distraído- podrá discutir jamás la fascinación que ejercían sus novelas.

Todos los que lo conocieron dicen que García Márquez era un prodigioso narrador oral de historias, y las biografías cuentan que sus verdaderos maestros fueron sus dos abuelos maternos, el coronel Nicolás Márquez y su esposa Tranquilina Iguarán. De ellos aprendió el secreto de contar una buena historia. Y de ellos heredó un mundo que se parece más al de las novelas de caballerías -o al de los folletines decimonónicos- que al mundo racional y burgués de Flaubert o de Tolstoi. O dicho de otro modo, los personajes de sus novelas viven en un mundo intemporal que existe al margen de la historia, y por tanto tienen la misma entidad que los personajes de las fábulas o de las epopeyas. En términos anímicos no son adultos, sino menores de edad, igual que lo eran Gilgamesh o Palmerín de Inglaterra. Y eso significa que el lector de García Márquez va a encontrarse con toda clase de prodigios narrativos, pero con nada que tenga que ver con la complejidad anímica o las sutilezas de la introspección. Si a alguien le gustan las miniaturas narrativas de Chéjov, por ejemplo, difícilmente podrá soportar la trompetería y los colores crudos del realismo mágico. "El coronel Aureliano Buendía -se dice en Cien años de soledad- promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años". Sí, muy bien, uno lee eso literalmente embobado, igual que el niño García Márquez debía de escuchar boquiabierto a su abuelo Nicolás, pero uno se pregunta al acabar la novela, después de enterarse de los treinta y dos levantamientos y los diecisiete hijos, si ha aprendido algo sobre los secretos del alma de Aureliano Buendía.

No pretendo restarle méritos a uno de los más grandes escritores del siglo XX. En absoluto. Sólo pretendo decir que el mundo de García Márquez nos abrió los ojos a cosas que nunca podríamos haber imaginado, aunque también nos los cerró ante otras cosas no menos necesarias en la vida adulta (la conciencia, la memoria, la introspección, las sutilezas del alma humana). En cualquier caso, y eso es lo importante, ese hombre siempre nos dejó a todos boquiabiertos.

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