Habladurías

Fernando Taboada

El arte de sisar

EL tiempo y el dinero tienen esa particularidad: se pueden gastar en cosas bien distintas. De hecho, existen tantas formas de perder el tiempo como de despilfarrar a lo loco. Y como el dinero es bastante manejable, desde la infancia conocemos esa alquimia financiera gracias a la cual el billete con el que nos mandaban a por un litro de leche y una barra de pan podía convertirse en esa barra de pan y ese litro de leche, pero también podía transformarse en un cargamento de regaliz, piruletas y una pistola de agua. Es lo que podríamos llamar desvío de fondos en fase larvaria.

Quien de niño ya sufrió la tentación de malversar el dinero de los mandados y descubrió que no solo de pan vive el hombre -porque también hay chicles y gominolas- lo normal es que, según fuera cumpliendo años (y en lugar de gestionar el dinero para el desayuno, dispusiera, por ejemplo, de varios millones procedentes de los fondos públicos) tal vez sintiera de nuevo la tentación de gastarlo todo, no ya en chucherías, sino en otros dispendios más acordes con la vida adulta.

Si será versátil el dinero que las partidas destinadas a la formación de los parados andaluces, igual que se podían invertir en ese fin concreto, también podían gastarse en cosas más entretenidas. Así, la subvención para un curso de informática se podía materializar en la entrada para un coche descapotable. Y las ayudas públicas que en principio iban destinadas a enseñar idiomas, por aquello de la prestidigitación económica, podían acabar sufragando cruceros, o cuchipandas de las que elevan los niveles de ácido úrico.

Gracias a estos trucos, algunos empezaron sus negocios montando una simple academia y terminaron por comprar cortijos. Llegaban las ayudas desde Europa y, como el dinero público dicen que no es de nadie, hubo pícaros que sí que se encargaron de que tuviera dueño, de manera que se lo embolsaron por organizar unos cursos fantasmagóricos que jamás llegaron a celebrarse, por regalar a unos alumnos de paripé diplomas de disciplinas que ni se impartían, a lo mejor en aulas que no existían siquiera, y muchas veces por monitores que todo lo que tenían que hacer era estampar una firma tampoco muy auténtica que digamos.

De esa forma, la nuestra, que es la región de Europa con mayor tasa de desempleo, no solo no resolvía el problema del paro, sino que fomentaba que una taberna rezara como academia de idiomas, o que una sala de fiestas, a la hora de recibir una subvención, se declarase como centro de enseñanza, para mayor gloria de sus propietarios.

Ahora hay quien desde el Gobierno se echa las manos a la cabeza. Pero no por la estafa en sí, sino porque, como están persiguiendo a estos estafadores en Andalucía, a ver si se van a creer por ahí que todos los andaluces somos unos sinvergüenzas. A mí que me registren. Entre otras cosas porque soy de esos infelices que, cuando le encargaban un litro de leche y una barra de pan, volvía a casa con una barra de pan y con un litro de leche.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios