EL mar en su hora inmensa, la brecha azul y soberana entre dos continentes, el buque mercante de bandera francesa reconvertido al transporte de soldados, peregrinos, transterrados. Quedan aún supervivientes del Sinaia con su memoria de dolor y agradecimiento, de guerra y huida, de humillación y travesía. Atrás la patria desangrada, la represión, los campos de concentración, Veracruz en el horizonte y mientras tanto la hora inmensa del mar, la noche imparcial del océano, la indecorosa magnitud del cielo, la necesidad de creer, compartir y entender, la dignidad colectiva y Juan Rejano haciendo un periódico. Una selección, sí, de la mejor España, de la España íntegra, cívica e ilustrada que ha perdido todas las guerras. El futuro era un misterio llamado México, una promesa llamada Lázaro, y atrás el ruido y el fracaso de un país con su olor letal y sempiterno a sangre, a miedo y a sotana.

El mar como una metáfora, un paréntesis o una página en blanco entre capítulos. Y en esos días del Sinaia una coreografía de refugiados obligados a reinventarse. México abrió puertas, brazos, colegios y universidades y se entregó a una modernización intelectual con el talento importado, Cernuda, Aub, Moreno Villa, Altolaguirre, Buñuel, Gaos, Garfias, Zambrano, mientras en España la dictadura imponía su tiniebla de óxido y décadas. La Guerra Civil española, decía Carlos Fuentes, la ganó México.

Hubo después más barcos pero el primero fue el Sinaia, hubo 20.000 españoles pero inicialmente fueron 1.599 en la hora indecisa del Atlántico, una monotonía de días incómodos, una extrañeza en el sentir, un eco de lunas militares, una música desarmada y cautiva. Y la intimidad tremenda en que pensamiento y sentimiento se asocian para construir, en la dignidad de un silencio crucial, una nueva forma de concebir la vida y el futuro. Ese patrimonio de lo que se queda dentro, esa asimilación lenta y problemática, ese conflicto entre la realidad y el deseo, esa ciudad, esas rutinas y esos rostros archivados en una rotundidad de memoria palpitante, ese aprendizaje forzoso, esa melancolización drástica en la inmensa, lírica y esdrújula hora del océano. Queda, en perspectiva, el consuelo de que el proyecto reformador de la República no se desintegró por completo: dio frutos en otra latitud y creó unos mecanismos de transmisión, unas pautas y una herencia que aún perviven. Como pervive aquí el olor a garrote, a sotana y a sangre de heterodoxos.

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