Tribuna libre

Pedro Rodríguez Mariño

En la beatificación de Álvaro del Portillo

EL pasado sábado 27 de septiembre nos congregamos en las afueras de Madrid muchísimas personas. La prensa habló de doscientos mil; sin duda, pues aquello era una multitud impresionante, que nos fuimos acomodando ordenadamente en Valdebebas, una urbanización sin edificios, pero con calles pavimentadas, aceras y parterres ajardinados. Espacio abierto que se llenó de peregrinos que acudíamos en riadas y procedíamos de riadas de autobuses. Desde donde nos dejó en el que yo iba hasta que me acomodé tardé casi una hora de camino, a buen paso. Al regreso, otro tanto. Mientras, no faltaban encuentros con conocidos que no veía hacía tiempo, o hace muchísimos años.

El viernes por la mañana, todavía en Cádiz, cuando comencé a celebrar la santa misa pensé: debo pedir que no llueva en la beatificación; sería un grave inconveniente para muchos. Inmediatamente recordé que, cuando don Álvaro vino por primera vez a Madrid como sucesor de san José María al frente de la Obra, celebró varios encuentros con sus hijos. Acudí a uno de ellos. Era un auditorio muy grande, había comenzado a dirigirnos la palabra y se fue la luz. Reaccionó inmediatamente y dijo: vamos a rezar un avemaría para que se restablezca el flujo; comenzó el Dios te salve María llena eres de gracia, y no necesitó continuar, llegó la luz. Pues más comprometida era esta ocasión…, y me invadió la persuasión de que no llovería.

Como es lógico, al día siguiente la prensa dio abundante información gráfica y de reseñas sobre la beatificación de Álvaro del Portillo como magnífico acontecimiento. Además en internet están disponibles los textos de las distintas intervenciones, lo que me ahorra meterme en honduras, pero sí quiero resaltar algún aspecto. En primer lugar el carácter marcadamente religioso y solemne del acto. Todo se desarrolló con una corrección, orden, claridad y esplendor sobrio de la liturgia impresionantes. No faltaba ni sobraba nada. Aunque el espacio era abierto, el cielo de Castilla, fue a la vez un templo muy recogido. Cada uno estaba para Dios y Dios para todos, porque nada ni nadie lo obstaculizaba. No había ningún comentarista adjunto, que ilustrase quiénes llegaban al recinto o estaban ya en él, fueran personalidades civiles o eclesiásticas; ni había glosas históricas ajenas al momento, o estadísticas de desarrollo de labores apostólicas. No venían a cuento. 

Los que sí se hicieron presentes con sus intervenciones fueron los ministros sagrados de la beatificación. El mensaje del papa Francisco para la beatificación es estupendo. Glosa detenidamente una jaculatoria, “¡gracias, perdón, ayúdame más!”, que repetía con frecuencia el nuevo beato, y concluye: “En estas palabras se expresa la tensión de una existencia centrada en Dios. De alguien que ha sido tocado por el Amor más grande y vive totalmente de ese amor. De alguien que, aun experimentando sus flaquezas y límites humanos, confía en la misericordia del Señor, y quiere que todos los hombres, sus hermanos, la experimenten también”. El cardenal Amato en su homilía, después del recuerdo de virtudes, afirma que la vida del beato Álvaro del Portillo “nos invita a ser santos como él, viviendo una santidad amable, misericordiosa, afable, mansa y humilde (…) El aire puro de la gracia de Dios que renueva la faz de la tierra”. Monseñor Echevarría, al concluir la ceremonia de la beatificación, dirige unas palabras de fervoroso agradecimiento. También da gracias a Dios el cardenal Rouco, con palabras que traslucen su encanto por el nuevo beato madrileño. ¡Qué gozosa y pulcra celebración! Qué alegría la de todos subrayada por los aplausos abundantes y en ocasiones prolongados. Por cierto, el coro y orquesta magníficos, ayudaban mucho a la oración.

De los cuatro puntos cardinales, y de todos los vientos, procedíamos los peregrinos que llegamos a la beatificación en diversos medios de transporte. De la provincia de Cádiz salieron varios autobuses, yo fui en uno de ellos. Los acompañantes unos nos conocíamos, otros nos conocimos; todos ilusionados. Hicimos noche en Madrid en un hotel sencillo del centro, y por la mañana temprano otra vez al autobús y al recinto de Valdebebas. El primer voluntario que tropezamos dispuesto a ayudarnos, a las pocas palabras me dijo: yo también soy de Torrealba. Se había fijado en el escudo de mi solapa que repartieron en el cincuentenario de ese centro cordobés de capacitación agraria en el que yo había trabajado. Camino adelante un sacerdote con paso decidido nos sobrepasó y saludó. ¿De dónde eres? pregunté. De Hong Kong. Le respondí, allí tengo un compañero de ordenación, don Javier de Pedro. Sí lo conozco, contestó, y me regaló una estampa del nuevo beato con la oración escrita en chino. Más adelante me tropiezo con don Julio, sacerdote de la Obra en Croacia. A mi espalda, durante la ceremonia, oigo a una mujer que canta muy bien y con buena voz. Era argentina. Por la calle, en Madrid, un matrimonio me saluda. Somos chilenos, dicen. Y tantas otras personas, también de cercanías, de Málaga, Sevilla, Extremadura, etc.

El mismo domingo, al término de la Misa de Acción de Gracias, desde Valdebebas en el autobús, emprendemos el regreso para Cádiz. En las tres paradas del camino coincidíamos con otros autobuses de andaluces que se dirigían a Sevilla, Huelva Jerez y Algeciras, ocasión de los consiguientes encuentros y saludos. En el nuestro un grupo de niñas amenizó el último tramo del viaje con sus canciones. Por fin llegamos a Cádiz dadas las doce de la noche. Por pudor y respeto a lo que otros me contaron no hablo de favores del beato que ya he ido conociendo. Sólo diré que una expresiva mujer, con ocasión de darme un aviso de trabajo añadió: tengo… conversiones, ya le contaré, estoy como loca.

Invoquemos al nuevo beato: Álvaro del Portillo, sigue ayudándonos, ¡ahora más! 

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