La ciudad y los días

carlos / colón

De Beethoven a Beyoncé

ESTUDIANDO los resultados de las prueba de acceso a varias universidades americanas, y relacionándolos con los gustos musicales de los alumnos, Virgil Griffith ha creado un cuadro de título impertinente -La música que te hace estúpido- en el que establece una relación entre la inteligencia (calificaciones) y las elecciones musicales (gusto). Resumiendo la cosa quedaría así: los superdotados prefieren a Beethoven; los más inteligentes a Radiohead, Sufjan Stevens, Bob Dylan, The Shins, Counting Crows o U2; los medianos a los Beatles, Led Zeppelin, Jimi Hendrix, Red Hot Chilly Peppers, Coldplay, Pearl Yam, AC/DC o Sinatra; y los más torpes al rapero Lil Wayne, el reguetón o Beyoncé.

No se trata de un estudio fiable. Le han reprochado contradicciones y carencia de rigor. Pero al sentido común no le repugna aceptar que los más inteligentes prefieran a Beethoven y los menos inteligentes -digámoslo así para no ofender a nadie, aunque el desahogado de Griffith les llame estúpidos- a Beyoncé. Es indudable que hay gustos más o menos inteligentes que se definen, como ha dicho un director de orquesta al comentar esta noticia, por su preferencia -ya se trate de música clásica o moderna- por "obras con estructuras musicales complejas que exigen más tiempo para poder comprender sus códigos sonoros que, de acuerdo a ciertos estudios, desarrollan la capacidad cognitiva porque se estimulan ciertas neuronas". Así unas músicas harían perseverar en su poca inteligencia a los menos inteligentes mientras otras harían más inteligentes a los inteligentes.

El gusto y los placeres también se educan a través de un proceso que exige al principio esfuerzo y demora del placer para obtener uno más intenso. Leer es haber leído, escribió alguien. Y oír es haber oído o contemplar es haber contemplado. Lo que se debe necesariamente leer, oír y contemplar a lo largo de este proceso son esas obras tradicionalmente llamadas clásicas que educan la sensibilidad (educar significa también afinar los sentidos). Para ello es necesario confiar en una autoridad que encamine en la dirección apropiada. Escribió George Steiner: "¿Con qué derecho puede uno obligar a un ser humano a alzar el listón de sus gozos y sus gustos? Yo sostengo que ser profesor es arrogarse este derecho. No se puede ser profesor sin ser por dentro un déspota, sin decir: te voy a hacer amar un bello texto, una bella música…".

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