EL Consejo de Ministros aprobó ayer el decreto que flexibilizará los estudios universitarios en España. El nuevo sistema permitirá que las distintas universidades implanten carreras de tres años y másteres de dos frente a los actuales cuatro años para obtener la graduación. El ministro de Educación, José Ignacio Wert, defendió ayer el cambio argumentando que el sistema actual dificulta el proceso de internacionalización de los estudios superiores, ya que en los países vecinos la duración de las carreras es de tres años. Ahora en España será cada campus el que decida su oferta, si bien la flexibilidad es característica común en el entorno occidental. También aseguró el ministro que la reducción en un año de los estudios universitarios básicos supondrá un ahorro de 150 millones de euros para las familias, que tendrán que sufragar un año menos los estudios superiores de sus hijos para que puedan graduarse. La modificación no afectará a las profesiones reguladas (ingenierías, arquitectura, ciencias de la salud), para las que habrá una duración fija y común, autorizada por el Gobierno para convalidar la normativa comunitaria. Precisamente el modelo por el que ha optado el Ministerio en esta reforma puede ser criticado por no haberse orientado hacia una duración igual en todo el territorio nacional, lo que hubiera obligado a una coordinación y diálogo con las comunidades autónomas. Habría sido una mejor solución, que también podría servir para hacer una evaluación del funcionamiento del Plan Bolonia, implantado en 2010. Otro aspecto a tener en cuenta es el rechazo de numerosos rectores, docentes y sindicatos de estudiantes, que han querido encontrar en el nuevo sistema una consecuencia negativa: un freno para la igualdad de oportunidades en la medida en que la carestía de los másteres impediría a muchos universitarios de rentas bajas acogerse a esta especialización, teniendo que conformarse con los estudios de grado, más generalistas y menos adecuados para conseguir la inserción laboral posterior. Aunque esta argumentación no deja de reflejar el profundo inmovilismo de la universidad española, habría sido más conveniente que la implantación del nuevo sistema hubiera sido objeto de debate y negociación entre todos los sectores implicados. De este modo tal vez también llegaríamos a una regulación de los estudios universitarios generalizada a todo el país, sin que se produzcan los efectos negativos de que una misma carrera dure más o menos en función de la autonomía de cada campus. La orientación del Ministerio es correcta, pero repite el esquema ya tradicional en España: cada Gobierno impone su reforma de la enseñanza.

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