En tránsito

eduardo / jordá

Santa Andalucía

HACE poco le oí contar a una señora que su hija y su nieta se habían ido a vivir a Austria, y a pesar de que allí la vida era más fácil que aquí -más ayudas sociales, mejores expectativas de trabajo-, la vida se les hacía muy cuesta arriba porque echaban de menos las sonrisas de los desconocidos en la calle. Y es que la niña, que tenía tres años, estaba acostumbrada a que la gente le hiciera monerías y le sonriera por la calle, o le comentara lo guapa que era, o la saludara con la mano y le dijera "adiós, adiós" cuando iba camino del colegio. Pero allí, en Austria, nadie sonreía ni hacía monerías, y mucho menos a los desconocidos, porque eso se consideraba una peligrosa infracción de las normas sociales que garantizaban la sagrada intimidad de los ciudadanos. Y si alguien se dirigía a un desconocido en la calle -y más aún si era un niño-, se convertía de inmediato en un sospechoso, quizá un pedófilo o un posible secuestrador, o alguien que tramaba una cosa muy turbia contra la niña o su familia.

Digo esto porque esta dulzura de vivir, que no es un mito sino una realidad que cualquiera que viva en Andalucía conocerá bien -la amabilidad de la gente, las sonrisas de los extraños en la calle- quizá sea una de las causas que nos condenan a soportar con estoicismo, o fatalidad, o resignación -o quizá con una mezcla de las tres cosas-, la pésima situación económica que vivimos. Porque esta extraña predisposición a la felicidad, y esta maravillosa capacidad de encontrar una excusa para ver lo bueno y olvidarse de lo malo, nos convierte en seres de una pasmosa pasividad o que se han acostumbrado a convivir con la pasividad. Y por eso nos resistimos a los cambios políticos y aceptamos sin espíritu crítico las cifras económicas que nos sitúan en los peores lugares de renta y empleo. "Vamos mal, sí, pero qué más da si aún podemos echar un buen rato", parecemos decirnos, y de hecho nos decimos. Y vamos pasando.

En 35 años, Andalucía ha recibido más fondos y más ayudas europeas que casi todo el resto de España, pero no ha conseguido despegar económicamente ni abandonar las peores cifras de paro y exclusión social. Y aun así, las niñas que emigran a Austria en busca de una vida mejor echan de menos las sonrisas que veían en la calle. ¿Cómo es posible? A veces pienso que esa dulzura de vivir, que es nuestro mayor privilegio, también se convierte en nuestra peor maldición. Porque nos hace seres apáticos y resignados que parecen incapaces de plantearse un destino distinto. Y así vamos.

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