Un día en la vida

manuel Barea /

La noche y el día

EL apartamento estaba en una zona de la ciudad que por la noche se transformaba en el barrio chino. Las putas, que trabajaban en la penumbra de clubes con nombres como Dolce Vita, Los Conejitos o Mescalina, salían a la calle cuando los demás establecimientos cerraban, los bares recogían las terrazas y en los edificios de oficinas ya hacía horas que se había marchado el último empleado. Por la mañana no se las veía. Estarían durmiendo. Entonces parecía un barrio como otro cualquiera, con gente yendo y viniendo y entrando y saliendo de las tiendas, desayunando, almorzando y merendando en los bares. Todo eso acababa cuando llegaba la noche y las calles quedaban desiertas. Había africanas, asiáticas, sudamericanas y españolas, que eran las más viejas. Una noche montaron una tertulia bajo una farola. La voz de una gorda retumbaba en el silencio de la madrugada. Hablaba de una pensión que le tenían que pagar. Las demás escuchaban sin demasiado interés, moviendo la cabeza de un lado a otro para ver si aparecía algún cliente. Pero sólo pasaban estudiantes extranjeros borrachos gritando. Una de las mujeres se acercó a uno y le dijo con gestos con la mano y la boca para que le entendiera lo que le haría si se iba con ella por unos cuantos euros. El joven se apartó asustado y sus amigos se mofaron de él. Después llegó un hombre en una bicicleta y una de las africanas quiso dar una vuelta, pero no sabía montar en bicicleta. Él se prestó a enseñarle y aprovechó para sobarla. Ella reía nerviosa haciendo eses. Las demás mujeres no entraron en el juego, lo único que hacían era esperar. Circulaban coches muy lentos, pero ninguno paraba. Había uno gris con moho en el capó en el que se veía la silueta de un hombre con gafas que no hacía nada, sólo conducir muy despacio. No se dirigía a las putas, sólo las miraba. Ellas no se dirigían a él. La gorda puso fin a la cháchara sobre su pensión. La de la bicicleta dejó de dar bandazos. El hombre de la bicicleta se fue. Más tarde llegó uno que llevaba un pandero. Una mujer quiso tocarlo. Él se lo impidió. Otra le pidió un cigarro y los dos se fueron a un banco a fumar. La aparición estruendosa de los camiones que iban a vaciar de basura los contenedores subterráneos coincidió con la claridad que perfiló las grúas del puerto. Las putas desaparecieron. Se oyó elevarse la chapa de un bar. Un camarero empezó a organizar la terraza y pronto llegó gente para desayunar. Alguien abrió ventanas en los edificios de oficinas. Las putas ya estarían durmiendo. Sí, el apartamento estaba en el barrio chino que durante el día se transformaba en una zona de la ciudad como otra cualquiera.

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