Sociedad

Las raíces de un filósofo

Basta con leer el largo y extraordinario poema Filósofo en la noche, de Joan Margarit, para saber que Emilio Lledó es un elemento extraño, una rara avis en su generación. De la misma quinta que Benet o Sánchez Ferlosio, si uno piensa en él, lee sus tan razonados escritos o lo escucha hablar con el sosiego, el entusiasmo y el poso hondo de sentido común con que lo hace, no puede evitar asociarlo a gentes de otras generaciones anteriores, como Ferrater Mora, Delibes, Francisco Ayala o su maestro Gadamer, no a los ya nombrados o a otros miembros de su generación, como Caballero Bonald, Barral o los Goytisolo.

Y, sin embargo, filósofo antes que nada, Emilio Lledó sabe que ha tenido que hacerse partiendo de la peculiar circunstancia que le ha tocado vivir a un español nacido nueve años antes del estallido de nuestra Guerra Civil. De nacer antes podría haber disfrutado de aquella Facultad de Filosofía y Letras cuyo decano, García Morente, encabezaba una nómina con maestros como Ortega, Zubiri, Gaos, etc. (por citar sólo a los filósofos, pues los Menéndez Pidal, Américo Castro o Salinas también profesaban por sus pasillos), esa misma en la que pudieron estudiar Julián Marías, Maravall (padre, claro), Díez del Corral o Rodríguez Huéscar y que, para muchos, fue la mejor en su categoría de la Europa de entreguerras. Pero Lledó llegó cuando aquella irrepetible Universidad estaba destruida y sus viejos maestros exiliados, muertos o depurados y sus probables sucesores vetados o enseñando en aulas y academias por debajo de sus posibilidades intelectuales. Y, lejos de lamentarse sólo, o de arremeter contra las figuras más señeras de la llamada Edad de Plata de las letras españolas, como en líneas generales ha venido haciendo el torso visible de su generación desde mediados del siglo XX (y sigue haciendo: ahí está como muestra Juan Goytisolo, último Cervantes, ese premio que jamás aceptaría), buscó lejos de su país lo que aquí sólo de manera oficiosa, en institutos y escuelas privadas, podía ofrecérsele: estudios superiores que realmente respondieran a ese adjetivo; maestros, como su querido Gadamer, cuyas enseñanzas y seminarios, andando el tiempo, lo convirtieran también a él en maestro.

Al igual que se ha mantenido fiel a la mujer de quien se enamoró, de la que tan pronto enviudó, como canta Margarit en el poema arriba mencionado, Emilio Lledó ha sido fiel durante su ya larga vida a su profunda vocación teórica, filosófica, ejercida tanto en la enseñanza, en varias universidades españolas y alemanas, cuanto en su no muy extensa pero sí intensa obra escrita. Quizá porque sabe que ser infiel a uno mismo, y por extensión a quienes lo han hecho a uno quien es, es traicionar la raíz sobre la que se asienta la persona, y Lledó es un hombre que siempre va a las raíces, allí donde todo nace, brota. Y a ellas vuelve siempre. A sus queridos filósofos griegos, raíz de esa cosa aún necesaria llamada Filosofía. A Homero y otros escritores clásicos, raíz de buena parte de -si no toda- la literatura de Occidente. Al estudio del lenguaje, y su par, el silencio, raíces de las que emanan la posibilidad de filosofar o razonar y un rasgo esencial de la persona: la comunicación. O a su querida Salteras, donde pasó los veranos de su infancia y los ojos de este hombre curioso y apasionado empezaron a mirar, con esa mirada responsable y clara y agradecida cuya humanidad ha ensanchado las tan olvidadas Humanidades españolas.

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