Una en catalán, otra en euskera, otra en inglés, una en castellano y otra de terror. La diversidad lingüística del cine español de los Goya no sólo tiene que ver con los idiomas y las lenguas del Estado, también con la variedad de modelos de un cine industrial (del otro ni hablamos) que, por una vez, se nos presenta más adulto que de costumbre, como si ese público fiel que aún le queda a nuestro cine fueran realmente esas "señoras mayores" de la polémica mediática entre Álex de la Iglesia y Elvira Lindo.

Verano 1993, la gran abanderada de nuestro cine de 2017 en el mundo, parte tal vez con cierta ventaja no sólo por sus propios méritos cinematográficos, deudores de una mirada sensible y sensorial a la infancia y sus temores íntimos, sino también por este impulso de visibilidad y aceptación crítica que la han situado con mucha dignidad en los mejores escaparates.

Con formas refinadas y algo academicistas, Handia parece mirar también hacia fuera desde el terruño y la mitología vasca, haciendo de su gigante itinerante una suerte de figura trágica y melancólica sobre las raíces y la identidad en la incipiente sociedad industrial (y global) del siglo XX. Luce muy bien la película de Garaño y Arregi, y eso siempre puede jugar a su favor.

La librería, de Coixet, también está hecha desde y para el mercado internacional, lo que permite a la directora catalana refugiarse en los discursos políticamente correctos, la amabilidad formal y las "espléndidas interpretaciones" justo cuando más feas se le ponen las cosas en casa.

Tal vez sean Verónica, de Plaza, y El autor, de Martín Cuenca, las dos cintas más cercanas a una cierta tradición hispana: la primera en su deriva de género a partir de la crónica de sucesos y la filiación con el mejor cine de la Transición; la segunda en su reelaboración del esperpento y la reflexión sobre la creación artística desde el humor negro y la deformación de la realidad.

Abracadabra, de Berger, o Incierta gloria, de Villaronga, bien pudieran haber estado aquí.

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