Cádiz celebrará el nuevo año cargada de buenos propósitos. No se conformará con dejar el tabaco y apuntarse al gimnasio. Promete enterrar el conformismo y aliviar sus penas como por ensalmo. El alcalde gaditano, preñado al fin de optimismo, no se cansa de repetir estos días que 2018 será el año de los grandes proyectos, fruto de su gestión y del apoyo del resto de administraciones. Su discurso ha dado un giro de 180 grados tan radical, que obliga a escucharlo dos veces. Ya no habla tanto de la pobreza infantil, de los desahuciados y de la deuda, como de las grandes posibilidades que se avecinan. José María González está tan convencido de los momentos estelares que están por llegar, que por último hasta recomienda solemnemente la media etiqueta en las cartas con que invita a los gaditanos a los actos del Ayuntamiento. Ya no se puede vertir uno como le dé la gana porque "Cádiz está de moda", proclama. Como por arte de magia, propone que se disfrute de la Navidad a lo grande, sin escatimar recursos. Y para el verano, anuncia actividades que convertirán la ciudad en el paraíso del visitante. El Museo del Carnaval, Valcárcel o la peatonalización del centro son sólo algunos de sus planes estrella. Y está dispuesto a sentarse las horas que haga falta con los socialistas para aprobar el Presupuesto. Se muestra tan conciliador, tan seguro, que no le molestan ni los pellizcos de monja de sus socios de gobierno.

El mundo es del color según se mire. Y el alcalde ve Cádiz de color rosa según avanza la legislatura. La ciudad en el fondo es la misma, porque la incertidumbre sigue marcando esta nueva era, pero González ya intuye, por ejemplo, que si no logra solucionar pronto los problemas que denunció con tanto afán, se arriesgará a perder el poder a las primeras de cambio. Y como no tiene la fórmula mágica contra el paro o el envejecimiento de la población, ha optado por aparcar estos asuntos para no hundir aún más el estado de ánimo del personal. Tras dos años y medio en la Alcaldía, tiene claro que se gobierna a remolque de los problemas que surgen, y que sus predecesores no se plegaban a los imperativos que rigen la economía por capricho. Ya ha asimilado que no se pueden ignorar las reglas del mercado cuando se gobierna. Y que para convertirse en el rival a batir, ha de ser percibido como el alcalde de todos. Ya no basta con atribuirse la representación del auténtico sentir del pueblo, ni con romper todos los moldes. Denunciando que todo va mal no se construye una ciudad. Se construye con los pies en el suelo, pero soñando a lo grande. Y con su nuevo discurso al amparo del ambiente que florece, el alcalde renuncia a la tensión como única herramienta para cohesionar a su alrededor. Ya no se conforma con polarizar la sociedad entre los nuestros, el pueblo, y los otros, los que no me votan. Ahora ambiciona una mayoría más amplia. En 2015 no le resultó difícil asociar la voluntad popular a su proyecto político volcado a la contra. Pero hoy su desafío es doblemente difícil. Ahora le toca a él plantear el juego y ha aprendido que no se puede confundir la vara de mando con una varita mágica. O lo que es lo mismo: el arte de la política, de lo tangible, de lo real, con otro arte más etéreo, el de birlibirloque.

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