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Músicas de otro mundo

  • Una magnífica antología de Galaxia Gutenberg recuerda el modo en que los poetas del Romanticismo quisieron dar expresión a lo inexpresable.

Detalle de 'Vista nocturna del Coliseo', de Carl Gustav Carus.

Detalle de 'Vista nocturna del Coliseo', de Carl Gustav Carus.

Ya en la segunda mitad del XIX, Bécquer escribirá "yo sé un himno gigante y extraño", acudiendo a un tropo, a un lugar común del Romanticismo, que sin embargo lo define esencialmente. El Romanticismo cree ser una música; o con mayor exactitud, el Romanticismo cree que la música, y su émula la pintura, son los instrumentos adecuados (mucho más adecuados que la palabra y su ordenancismo torpe, retórico, impostado) para revelarnos el misterio del mundo. No en vano, Mendelsshon considerará la música como una forma apropiada, la más apropiada acaso, de precisar las ideas. ¿Qué ideas son estas, sin embargo, que necesitan de la precisión de la música, de la pintura, y que desdeñan la honesta sonoridad del lenguaje? Tratándose del Romanticismo, uno está tentado de decir que aquellas ideas que afectan al orbe de lo sentimental, y que por tanto caen fuera del ámbito, de la estrecha retícula, del mero raciocinio. Siendo más precisos, no obstante (y el Romanticismo es una búsqueda a ultranza de la precisión), diremos que se refiere a cuantos conceptos y temas incluyen en su seno la idea de lo sublime.

En esta antología traducida, espigada y prologada por Juan Andrés García Román, no es posible avanzar sin encontrarse con esta presencia abrumadora de lo sublime, cuya naturaleza se aviene mejor con la expresividad pictórica, o con el armonioso desorden musical, que con la contaduría numérica y las reiteradas insuficiencias del idioma. Para explicar esta preferencia habría que acudir a otra idea romántica (en realidad, a un pequeño número de ellas, estrechamente asociados), y que operan en torno al concepto de verdad, como son la pureza, la autenticidad, y la vida que se esconde tras la apariencia mostrenca de las cosas. Si es el XVII de Bolieau quien rescata la vieja obra de Longino, De lo sublime, será el XVIII de Kant y Burke quien extienda sobre el siglo este tapiz que pretende encajar, que pretende tasar y enumerar, aquello que no tiene encaje. Esa es la precisión a la que se refiere Mendelsshon, y ése es el origen de la insuficiencia que afecta, medularmente, a las palabras. El lenguaje sólo sabe nombrar la imposibilidad, sólo sabe dar noticia de su existencia, pero no puede precisar aquello que por naturaleza es impreciso. La música y la pintura, sin embargo, utilizan su capacidad de sugestión para reproducir ese carácter inasible, vaporoso, incierto, de lo sublime.

El problema, en cualquier caso, era el problema de la Verdad. Y el empeño del Romanticismo será el de desnudarla. Pero no la verdad, un tanto rígida, un tanto insuficiente y roma, que ha salido de Encyclopédie; sino esa otra verdad, quizá innombrable, que abarca también los sentimientos del hombre y su hemisferio religioso. En los hermanos Schlegel, en Hölderlin, en Tieck, en Eichendorf (incluso en un irónico y dolido Heine), existe una presencia obvia de lo trascendente, que a veces se diluirá en el paisaje, como en un cuadro de Carus, y que en ocasiones abraza una fe concreta, como en Heine y su incisivo protestantismo. No obstante, los utensilios para allegar esta verdad fluyente e inaveriguable, siguen siendo los mismos que en el siglo ilustrado. De ahí la exigencia de precisión (y la queja constante por la falta de ella), que acompaña al Romanticismo.

Cuando el Romanticismo descubra los viejos romances populares, estará descubriendo, estará inventando tanto el "verdadero" lenguaje del pueblo (del pueblo alemán, en este caso), como la existencia, la definición, la ideosincrasia y la caracterización científica del pueblo mismo. A nadie se le escapa que, de esta efusión lírica y sapiencial, se derivaría la fiebre del nacionalismo. Pero no conviene olvidar que el nacionalismo es un intento de apresar, razonadamente, algo que en realidad no existe y que floreció en el XIX: el alma de los pueblos y su remota concordia. El modo en que todos estos conceptos se ordenan y definen, ya lo hemos señalado: se trata de un modo musical, donde la melodía nos excusa de entender la letra. Se trata, también, de una cauterización ordenada de lo inconcreto, que se objetivará en ciertos temas predilectos: el amor, el misterio, la melancolía, la muerte, la eternidad, etcétera. Se trata, en suma (y esta magnífica antología no deja de recordárnoslo), de la expresión de lo inexpresable, que sobrecogía a las inteligencias del siglo. "Poéticamente -escribe Hölderlin en El adorable azul-, vive el hombre en la tierra". Poéticamente, recordará Heidegger un siglo más tarde, habita el hombre el mundo.

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