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Rusia en ebullición

  • Los testimonios que Sofia Fedórchenko recogió en el frente cobran nueva luz al cumplirse un siglo de aquellos días que conmocionaron al mundo

Soldados rusos se rinden en el frente de Galitzia en la Primera Guerra Mundial.

Soldados rusos se rinden en el frente de Galitzia en la Primera Guerra Mundial. / d. s.

Cuando Sofia Fedórchenko (1880-1959) publica justo un 25 de octubre de 1917 su libro sobre los soldados rusos que combaten en el frente, la Revolución bolchevique acaba de estallar con su agazapada ira. No obstante, fuera de aquella fabulosa agitación, la Primera Guerra Mundial continuaba desatando su ristra de acontecimientos.

Véase si no. Estados Unidos incorpora a su muchachada y la envía al matadero de Europa. En el frente occidental se dirime otra espantosa sangría tras Verdún y el Somme: Passchandaele. Churchill, nuevo ministro de Municiones (pese a su mácula en Galípoli), admite que Gran Bretaña está asfixiada por el altísimo coste de la guerra. Entre tanto, en el bíblico frente de Palestina se desarrollan las batallas sobre Gaza, mientras Lawrence de Arabia, tras su victoria en la playa de Aqaba contra los turcos, sigue avivando el ingenuo sueño árabe de independencia frente al imperio otomano.

A todo esto en Rusia, en la ubre de la Madre Patria, tras la regencia de Kérenski (marzo de 1917) y la abdicación del zar Nicolás, los bolcheviques apuntalan su soñada hora bajo la calva iracunda de Lenin. Se cumple ahora, pues, un siglo de aquellos días que conmocionaron al mundo. Sofia Fedórchenko, como decíamos, publica su libro sobre los soldados que habían combatido en 1915 y 1916 en el frente polaco y a los que había asistido como enfermera destinada en primera línea. La campaña rusa en los bastiones de Galitzia durante la Primera Guerra Mundial había resultado calamitosa.

Con todo ello, el de Sofia Fedórchenko iba a ser el primero de los tres libros de su trilogía coral El pueblo en la guerra. Le seguirán La revolución, comentado aquí también, y, como nuevo epítome de aquel tiempo furioso, la tercera entrega dedicada a la guerra civil entre bolcheviques y rusos blancos.

Lo que hace único a este primer librito, lo que de hecho les emocionó cuando lo leyeron Canetti y Thomas Mann, es la verdad, la sinceridad con la que se expresan los soldados al hablar de sus muchos sinsabores. Salvo los altos oficiales, el ejército lo conforma una mara de rusos llanos, analfabetos, campesinos criados en la estepa y que sólo habían conocido la rutina de la isba y el ciclo de la vida a través de la siembra y del primitivo trabajo con la hoz y el azadón. Por todo ello, como apunta la traductora Olga Korobenko, el filólogo y folclorista ruso Aleksandr Páchenko dijo que lo más valioso de la obra de Fedórchenko había sido convertir el habla y el sentir de las grandes masas populares en un diálogo coral muy novedoso para su tiempo.

Fedórchenko anota lo que escucha por boca de heridos y lastrados. A diferencia del alemán, el ruso no lucha por un concepto supremo de nación: lo hace por la religión y por el zar. Muchos cuentan las atrocidades vividas (abusos, violaciones, robos). Relatan el trato de perros que reciben de sus superiores (algo muy característico en el ejército ruso). Mantienen su conciencia obcecada sobre lo que puede ser pecado y lo que no. La camaradería les hace redescubrir un mundo fuera del mundo de sus hogares. La oscura trampa de la noche o el pavor a los gases empleados por los alemanes se convierten en una alienante diario de rutinas.

Por su parte, La revolución, si bien publicado en 1925, recoge más testimonios sobre el tiempo nuevo que se columbraba en Rusia. Pero, insistimos, son todos ellos apuntes tomados a lo largo de 1917, cuando la Gran Guerra no había acabado (los bolcheviques firmarán la paz con Alemania en marzo de 1918 en Brest-Litovsk). En el maltrecho frente, el ejército ruso aún se mantiene como en posición de vísperas, mientras la Revolución roja va forjando, ahormando su fabulosa violencia histórica.

Opiniones, letrillas y canciones populares ocupan estos otros apuntes tomados del natural. Los soldados añoran volver a casa, a la isba. El cambio político a partir de Kérenski (el zar ha abdicado, recuérdese) propicia que, a falta de consumarse la Revolución, los soldados hablen sobre los guiños que está trayendo consigo el llamado tiempo nuevo. Los oficiales, míseros patronos con uniforme, ya no apalizan a sus soldados. Se aprecia ya cierta descreencia en Dios y en la iglesia de los popes. Ignaros la mayoría, los soldados empiezan a instruirse con los libros. Y, oh sorpresa, se les hace ver el estatus que ahora alcanza la mujer rusa (algunos se preguntan, contrariados, si ya no van a poder darle más tundas a sus esposas).

Hay quien desconfía de los nuevos sabihondos que llegan en comités desde San Petersburgo para hablarles del bondadoso porvenir. ¿Bondadoso? Un soldado, hijo al cabo del pueblo llano, augura la guerra civil que está por llegar. "No sé -dice- si es porque somos ignorantes o porque somos violentos, pero no confío en que tengamos una vida pacífica. A ver si, nada más volver de la guerra, entablamos batallas entre nuestras isbas".

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