Cultura

Sueños desmantelados

  • Rafael Reig publica 'Un árbol caído', una novela con aires de elegía generacional y toques de misterio en la que las ambiciones y expectativas políticas se confunden con las derrotas íntimas.

Un árbol caído. Rafael Reig. Tusquets. Barcelona, 2015. 312 páginas. 19 euros.

En el comienzo de la segunda de las tres partes de Un árbol caído, una cita de Flaubert despeja cualquier duda sobre la búsqueda fundamental que explica la nueva novela de Rafael Reig: "Quiero hacer la historia moral de los hombres de mi generación; sentimental sería más verdadero. Es un libro de amor, de pasión; pero de pasión tal y como puede existir ahora, es decir inactiva". El autor ya exploró el paisaje histórico, político y moral de la Transición en Todo está perdonado, una estupenda novela que publicó en 2010 pero que en la que él, pasado cierto tiempo, encontró sin embargo "poquita carne narrativa". "Aquella fue una novela digamos política, ideológica. Quise volver a aquella época porque la obligación de un novelista no es contar las cosas, sino ponerlas encima de la mesa, con personajes, con historias. En ésta no hay análisis, no hay tesis... Me apetecía en definitiva acercarme emocionalmente, y no intelectualmente, a ese periodo histórico", explica Reig sobre esta historia triste, desesperanzada e inundada de melancolía en la que nadie, por un motivo u otro, sale bien parado: "Sí, es mi libro más amargo, totalmente. De hecho es una elegía. Lo que se cuenta es duro... pero bueno, no es una historia para niños".

Julián, un hombre de la misma generación que Reig que se gana el sustento como escritor de rutinarias novelas de espías para aeropuertos -logro, como en todos los demás aspectos de su vida, muy por debajo de sus expectativas de juventud-, es el narrador y el testigo incómodo del grupo de matrimonios amigos sobre los que pivota esta novela que se pregunta, también, "cuánto hay de pelea de familia" en el modo en que el consenso sobre la antaño Sacrosanta e Inmaculada Transición, convertida últimamente en recurrente y fácil muñequito del pimpampún, ha experimentado ese violento vaivén sociológico. "Y las discusiones de familia pueden llegar a ser muy ruidosas, y los vecinos se levantan a medianoche y oyen extraños ruidos de muebles moviéndose... pero en realidad nunca pasa nada: en familia queda todo", dice Reig, "racionalista hasta el final y por lo tanto marxista", por lo que niega la legitimidad política de la Transición desde el mismo y fundacional momento en que "se le escamotea al Partido Comunista el protagonismo que le correspondía y que asumió en cambio el PSOE".

Es una de las "estafas" -no explícita, pero que flota en el ambiente- que atraviesan y dotan de atmósfera moral a la novela, aunque ese "desfalco del entusiasmo" -que para el autor es "el mayor fracaso" de la generación que pilotó la travesía de la dictadura a esta "democracia light"- no se limita únicamente a la dimensión política, pública, de este intenso drama generacional protagonizado por hombres y mujeres que militaron en la izquierda antifranquista, en el PC clandestino, casi siempre con más retórica que convicción, y que luego maniobraron para pasar de esa disidencia relajada a la dirección del país casi en su primera línea y conseguir todo el poder, el dinero y los privilegios que en el fondo siempre quisieron aunque no fueran capaces de reconocerlo ante sí mismos; progres de toda la vida, en fin, o más bien de aquella vida, entre los 60 y los primeros años 80, que cada uno a su manera se vieron en la irreversible tesitura de vengarse de sus sueños corrompiéndolos, como escribió Marsé.

Con su prosa limpia, clara y precisa, que a pesar del tono de honda derrota deja lugar también al sentido del humor, a la ironía y a una veta de sátira -es Rafael Reig, un tipo mordaz, rápido e ingenioso que se ríe hasta de su sombra, por mucho que en sus últimas novelas haya aplacado hasta casi hacerlos desaparecer los excesos gamberros de sus primeras obras-, y con destellos también de un hermoso y contenido lirismo en algunos pasajes, el escritor va desplegando en su tablero una pequeña constelación de subtramas que avanzan a veces con aire de misterio incierto, y una red de personajes cada vez más enmarañados en sus engaños, deslealtades, traiciones, secretos, ambigüedades y claudicaciones, en todos los planos de la vida.

"Quiero creer que la novela trata también sobre la experiencia real; sobre cómo nos perdemos la experiencia real. La experiencia real es muy dura, una pareja en condiciones de igualdad es muy dura, una sociedad entre iguales es muy dura, preferimos relacionarnos en base a etiquetas, vivir en una pareja injusta, en una sociedad injusta, y ya sabremos mirar para otro lado. Porque todos estamos más cómodos con los privilegios, que por supuesto ni siquiera consideramos que sean privilegios, sino algo que nos merecemos, ¿no? Por miedo, por prudencia, por buscar algún beneficio, por nuestra educación o nuestros prejuicios nos negamos a nosotros mismos una experiencia más real en el amor, en el sexo, en la política... ¡en la vida! Nos empeñamos en que las cosas tengan sentido porque somos incapaces de aceptar que no lo tienen; y no pasa nada, lo único que hay que hacer con la vida es vivirla. Por eso llega un punto en pensamos que nos hemos perdido lo mejor, porque nos hemos conformado con sucedáneos. Lo que a mí me gustaría estar haciendo, un poquito, es quitar toda la hojarasca y ver de qué trata realmente la vida. En el fondo esa es la única pregunta. ¡Ay, ya me estoy poniendo estupendo...!".

El consuelo de echarle la culpa de nuestros errores a los demás, al mundo, al empedrado o a cualquier abstracción que se tenga a mano, tan inútil, pero tan recurrente, no cabe en el ajedrez, que le sirve al autor para pautar y estructurar su relato, pues en él "no hay un hilo temporal, una cosa ocurre en 1978, otra en 1962 y otra en 2003, y en ese sentido es una novela un poquito faulkneriana, porque el pasado no termina de pasar, sino que sigue pasando y todo es simultáneo". Y además, dice, en el ajedrez "no podemos engañarnos a nosotros mismos". "En el ajedrez, y nada tan contrario a la vida ni tan parecido a ella como el ajedrez, el que pierde ha jugado y ha juzgado mal, ha elegido mal y se ha equivocado", dice Reig, que se rebela contra la autoindulgencia que percibe en el ambiente: "Todos pensamos que a nosotros, o a nuestra generación, nos han estafado. Y todos tenemos razón, sin duda. Todos somos, en ese sentido, víctimas culpables, por mucho que ahora todas las víctimas sean inocentes. Pero también, digo yo, si todos nos sentimos tan estafados, será porque todos hemos tenido mala fe".

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