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Vida de un músico romántico

  • Akal vuelve a poner a disposición del lector español las 'Memorias' de Berlioz, una de las más brillantes escritas jamás por compositor alguno

El compositor Hector Berlioz (La Côte-Saint-André, 1803-París, 1869) visto como director por Gustave Doré.

El compositor Hector Berlioz (La Côte-Saint-André, 1803-París, 1869) visto como director por Gustave Doré.

Los vínculos entre los compositores y la literatura presentan múltiples caras, y ello desde el momento en que la palabra es materia habitual de su trabajo. Desde los desconocidos maestros del alto medievo que, empeñados en poner los textos sagrados en música, tenían que atender a cuestiones básicas de acentuación y ritmo, a todos aquellos que de un modo u otro dedican (y dedicaron) tiempo y esfuerzo a la música vocal de cualquier naturaleza, la relación resulta obvia. Los teóricos y tratadistas tuvieron también que encontrar los adecuados medios para transmitir con palabras sus ideas, y cuando a partir del siglo XVIII el periodismo musical, la crítica y los libros de viaje empezaron a hacerse habituales, algunos músicos destinaron igualmente parte de su tiempo a la pluma.

Con el Romanticismo y su subjetiva visión del mundo la tendencia no sólo se consolidó sino que penetró directamente en el terreno de la ficción, y el caso de E.T.A Hoffmann es sólo el más distinguido, pero no el único. Robert Schumann dudó mucho tiempo entre literatura y música, y por eso sus trabajos de crítica tienen ese nivel de sutileza lírica que aún nos deslumbra; Wagner fue un grafómano empedernido, cuya obra escrita es casi más voluminosa que la musical, pero también fue un mentiroso compulsivo en todo lo que hacía a su persona: más que una autobiografía, Mi vida es un ejercicio de fantasía que roza el delirio. De las Conversaciones de Stravinski al reciente Palabras sin música de Philip Glass, el siglo XX no es ajeno al género memorialístico, aunque globalmente considerado no puede decirse que haya tenido demasiada fortuna entre el gremio de los compositores. Salvo por Hector Berlioz, claro está.

Las Memorias de Berlioz no son sólo las mejores escritas jamás por un músico (y esto no es dogma, claro está, pero sí opinión mayoritaria entre los especialistas), sino que son de las más extraordinarias editadas en todo el siglo XIX. Aunque las dio por cerradas sólo cinco años antes de su muerte, después de añadir un Post Scriptum (en 1858) y un Epílogo (1864), Berlioz concibe y redacta la mayor parte de este trabajo entre 1848 y 1854, con la intención explícita de acabar con las inexactitudes y errores que algunos difundían sobre determinados episodios de su vida y a la vez para ofrecer a los compositores de su tiempo "algunos consejos prácticos". Ya en el Prefacio, el compositor francés advierte contra la soberbia de tantos vendedores de glorias propias, a los que no pretende sumarse: "No tengo la menor veleidad de presentarme ante Dios con mi libro en la mano, declarándome el mejor de entre los hombres, ni de escribir confesiones. Sólo contaré aquello que quiera contar".

Y lo cuenta todo con un estilo suelto, limpio, claro, sobrio, lleno de sentido del humor, combatiendo a sus rivales con una ironía que a veces llega al sarcasmo, pero sin perder en ningún caso la perspectiva de lo razonable. Y es que aunque Berlioz fuera un hiperromántico (perdonen el palabro) en un mundo de románticos, su discurso es siempre el de un ilustrado, incluso cuando narra sus asombrosas peripecias italianas, desde los largos viajes a pie por terrenos escarpados y repletos de peligros a la fantasía homicida que lo impulsó a volver de Roma a París para vengar el honor traicionado por su prometida, que se había comprometido con otro hombre; por suerte, el ardor inicial se refrenó en Niza. Es ese un episodio que marca a la perfección la perspectiva del hombre ya maduro que recuerda las pasiones juveniles sin ahorrarse ni mordacidad ni, obviamente, tratándose de uno mismo, capacidad de indulgencia.

Aunque no deja lógicamente de estar presente en toda la obra, a medida que esta avanza, la vida privada de Berlioz va perdiendo espacio en favor de su tarea artística. Y ese es justamente uno de los valores fundamentales del libro: la información de primera mano que el autor de la Sinfonía fantástica ofrece sobre los músicos con los que tuvo trato habitual, no siempre amable por cierto (Cherubini, Mendelssohn, Liszt, Hiller, Chopin, Paganini, Meyerbeer...), y sobre la vida artística del tiempo, con especial énfasis sobre las prácticas de teatros y orquestas en todos los sitios de Europa que visitó. En este sentido resultan formidables las Cartas escritas después de sus dos viajes profesionales por Alemania, que publicó en 1844 y 1847-48 y añadió luego a las Memorias, pues en ellas analiza minuciosamente las formaciones musicales de las ciudades que fue recorriendo.

Es este un trabajo que los grandes especialistas en Berlioz consideran de muy alta verosimilitud y fiabilidad, aunque por el texto se deslicen algunos errores en fechas y nombres, propios de quien escribe años después de los acontecimientos de los que da cuenta. Descatalogada hace tiempo la última edición española de la obra (Taurus, 1985), los lectores en inglés podían recurrir a la versión neoyorquina de David Cairns (1969) y los de francés a la que la editorial Flammarion mantiene viva en una reedición de los años 90 bajo los cuidados de Pierre Citron. En ambos casos se trata de publicaciones muy cuidadas y anotadas con precisión y profusión. Ahora, Akal publica el trabajo de traducción y edición de Enrique García Revilla, quien es algo más comedido con las notas que sus homólogos francés y británico aunque igual de preciso para contextualizar y aclarar hechos y situaciones. García Revilla había sido también responsable de la edición que la misma editorial hiciera en 2015 de Las tertulias de la orquesta, otra formidable contribución de Berlioz a la literatura musical del siglo XIX. Aún quedan un par de obras suyas por traducir y editar en castellano. Ánimo.

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