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Más allá del bien y del mar

  • Willy Uribe reúne en un volumen tres historias que giran en torno al surf y a personajes ante situaciones límite l El autor recuerda a Conrad en los ambientes y los dilemas que retrata

Más allá del bien y del mar

Más allá del bien y del mar

Quizá al calor del inesperado éxito de Años salvajes, donde William Finnegan cuenta sus peripecias en busca de la ola perfecta a lo largo de sus muchos años de surfista, esta editorial, que ya había publicado varias novelas de Willy Uribe (Bilbao, 1965), así como su extraordinario libro de fotografías sobre las huellas que ETA ha dejado en nuestra geografía, porque Uribe también es un buen fotógrafo, haya decidido rescatar una novela corta publicada hace años en otra editorial, Nanga, junto a una nouvelle titulada Doce poemas de amor en Zicatela y un relato, Más allá de Al Ganzug, textos todos protagonizados por aficionados al surf y con su mundo como telón de fondo. A diferencia del libro de Finnegan, en estas piezas el surf no es su nervio conductor o fundamental sino que lo es el misterio de la condición humana cuando se enfrenta a situaciones límite, fatales.

En Más allá de Al Ganzug, un relato que ronda las 40 páginas, la historia transcurre en 1971, en las costas mauritanas entonces aún casi vírgenes para los buscadores de la ola perfecta, del tubo. Un joven estadounidense, que llega huyendo de la leva para la guerra del Vietnam, se topa en una playa desierta con un grupo de militares españoles, comandados por un legionario manco y loco y desertor, que primero lo atraca y luego está dispuesto a incluirlo entre las víctimas que desata su matanza. Un relato muy a lo Peckinpah, con un final excelente, a lomos de una tabla de surf.

Doce poemas de amor en Zicatela es una novela corta, de unas cien páginas, en la que un bilbaíno aficionado a la poesía que pasa sus días en esa localidad mexicana, famosa entre los surfistas del mundo entero por sus magníficas olas, se ve implicado en la investigación del asesinato de un nativo, un guaperas que se cree poeta, llamado curiosamente Carlos Fuentes, y en la desaparición de dos chicas australianas con las que el guaperas ha tenido eso que antes se llamaba trato carnal. Esta novela recuerda, por su ambientación en Zicatela, la constante circulación de alcohol y otras drogas, la presencia de mujeres fatales de las que es inevitable enamorarse y un cierto ambiente misterioso, que roza la irracionalidad, al relato Lugar de Espinas Grandes, de Eduardo Jordá, publicado por entregas hace varios veranos en este mismo periódico y recogido en el libro Yo vi a Nick Drake (uno de los mejores libros de relatos editados en España en los últimos tiempos, por cierto). Pero si en el relato de Jordá (traductor, además, del libro de Finnegan citado al principio), el misterio del amor y de la llamada irracional de las olas a los surfistas y el ambiente opresivo del trópico lo envolvía todo, en la novela corta de Uribe el calor tropical se ve atenuado por el carácter sinuoso del protagonista, un vasco de vuelta de muchas cosas pese a su juventud, y el amor no desata su locura del todo y el surf es un paisaje de fondo, un mero tablero donde los personajes se juegan su destino sin ser conscientes de lo que les va en la partida.

La última pieza, Nanga, es una novela de 150 páginas cuya trama superpone varias huidas y búsquedas. También aquí hay un joven vasco aficionado al surf, instalado en una isla remota de Indonesia, que va huyendo de un crimen y cuya búsqueda, iniciada por un periodista sin escrúpulos dispuesto a cualquier cosa con tal de localizarlo, da lugar a una sucesión de crímenes y delitos menores. Pero, si bien la sangre corre, no es la aventura criminal el nervio de la novela, como tampoco lo son las olas que el huido surfista supuestamente va buscando, sino el afán de un hombre por ocultarse, por perder su identidad aun a riesgo de, en ocasiones, estar dispuesto a perder la vida. Es inevitable recordar a Conrad, porque la historia es muy conradiana y, aunque a veces parece enredarse algo, el lector avanza atraído y a la vez con cierto retraimiento, como si lo hiciera por una selva cuyos peligros acechan.

Uribe es de esos escritores que, con paso silencioso pero firme, ha ido labrando un mundo narrativo propio, perfectamente reconocible. Deudor de Conrad, no sólo en los ambientes sino también, y sobre todo, en el planteamiento de los dilemas de sus personajes y en el raro misterio que los atraviesa, dándoles una opacidad que atrae, posee un estilo identificable, poco dado a las florituras, de una consistencia notable. Trenza la malla de sus obras con seguridad, con la madurez de quien sabe qué quiere contar y cómo hacerlo, sin tener en cuenta nada más, a nadie más. Como otros escritores más o menos de su edad, como Aramburu hasta el bombazo de Patria, Celso Castro, Carlos Zanón o Javier Pastor, Uribe es un escritor cuyo nombre poco a poco va llamando la atención, aumentando su número de lectores. Hay que alegrarse de ello, porque es un escritor que suele dejar poso, cuenta historias que interesan y atraen y dejan algo en el lector cuando ha acabado la lectura.

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