De Libros | El tema de la semana

Un asunto muy serio

  • La divertida y desprejuiciada primera novela de Luciano Bianciardi, que dio inicio a su llamada "trilogía de la rabia", mantiene su vigencia como irónico retrato del mundo de la cultura

Redescubierto en Italia durante la pasada década, Luciano Bianciardi debió su mal llevada fama en los sesenta a una novela, La vida agria (1962), que tuvo un éxito inmediato, fue llevada al cine en la película homónima de Carlo Lizzani y continúa siendo, aunque deudora de su época, una excelente muestra de la mejor literatura de denuncia, perdurable por la mirada libérrima del autor y por su crítica no doctrinaria ni sometida a los estrictos patrones del socialrealismo. Pudimos leerla en la todavía reciente edición de Errata Naturae que ahora, de nuevo en traducción de Miguel Ros, ha dado a conocer la primera entrega de la llamada "trilogía de la rabia", El trabajo cultural (1957), seguida de La integración (1960) -de momento inédita entre nosotros- y culminada en su obra más conocida, una serie de contenido autobiográfico en la que Bianciardi abordó el itinerario de un joven de provincias desde la Liberación hasta el milagro económico, descrito por sus efectos alienantes en una sociedad marshallizada. Su nombre está asociado al desencanto que en lo personal lo llevaría, después de haber brillado en todos los frentes, a retirarse de los focos para entrar en una deriva dipsomaniaca. Era un inconformista genuino y por eso no condescendió, como se esperaba, a seguir representando el papel del "italiano cabreado" que le había dado notoriedad. Murió, casi de muerte propia, antes de haber cumplido los cincuenta.

Bianciardi fue un izquierdista escéptico, pero comprometido e incluso radical, que había militado en las filas liberal-socialistas del efímero Partido de Acción -surgido de la constelación de la Resistencia, disuelto en la inmediata posguerra- y no volvería a hacerlo en ninguna otra formación, aunque asumiera buena parte del discurso impugnador del capitalismo y reivindicaciones concretas como las de los mineros de su tierra, la Maremma de Grosseto. La vida agria se abría con la llegada a la gran ciudad, Milán, no nombrada expresamente, en la que el escritor se había establecido para sumarse al equipo fundador del sello Feltrinelli, del que fue despedido cuando tanto él mismo como su patrón comprendieron la incompatibilidad del empleado con las tareas de oficina. Sería el propio Feltrinelli, que siguió contando con él como traductor, quien publicara El trabajo cultural, la divertida y desprejuiciada primera novela de Bianciardi en la que el narrador, que se define a sí mismo como integrante de una "generación quemada", se remontaba a sus inicios en la ciudad natal de la Toscana, contados de un modo deliciosamente irónico que no dejaba, como suele decirse, títere con cabeza.

Su mirada demoledora, que se extiende en todas direcciones, no admite la simplificación política

No es una novela de tesis ni su intención demoledora, que se extiende en todas direcciones, admite la simplificación política, pues el anarchico Bianciardi se ríe de unos y otros y por supuesto de sí mismo, sin tampoco hacer demasiada sangre -el retrato de conjunto tiene un aire entrañable, en consonancia con un tipo de comicidad que se diría específicamente italiana- pero dejando clara su distancia de los tópicos halagadores. El trabajo cultural recrea el contexto histórico de un país incipientemente próspero o en aceleradas vías de desarrollo que tiene aún a la vista la devastadora experiencia del fascismo, pero como sugiere el título la perspectiva se centra en lo que sus fatuos o ingenuos representantes siguen llamando el mundo de la cultura, sometido a una ácida caricatura que mantiene intacta su vigencia.

Desdeñosos del "furor anticuario" de los eruditos, obsesionados por el pasado esplendor y en particular por esos improbables etruscos que son el orgullo de los sabios locales, los jóvenes progresistas devoran la literatura norteamericana y celebran el crecimiento de la ciudad por el extrarradio, abierta "a los vientos y los forasteros". Nada escapa a su iconoclasia, que se ceba por igual con los biempensantes, los republicanos trasnochados, los curas y sus feligresas, los holgazanes de los cafés, los escasos nostálgicos del Ventennio o los numerosos miembros del Partido, ocupados siempre en reuniones importantes. La militancia cultural del protagonista y sus amigos -entre ellos su hermano Marcello, antes de que el aburguesamiento lo retire de la lucha- coincide en gran medida con las preocupaciones de los comunistas, pero algunas de las páginas más hilarantes se dedican a ridiculizar a los mandarines filosoviéticos, llegados de Roma o de Milán para instruir a los rústicos. El cineclub o la biblioteca, con sus actividades, sus efemérides y hasta sus noches temáticas, son las plataformas desde las que se ejerce el nuevo apostolado, sujeto a un lenguaje específico -magistral el capítulo donde Bianciardi enumera los giros de los gestores o los intelectuales asociados- que dice sin decir nada. El trabajo cultural es un jarro de agua fresca del que deberían beber todos esos profesionales de la solemnidad que siguen intentando convencernos de que lo suyo es un asunto muy serio.

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