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Una fisgona en el harén

  • Entre las mujeres viajeras de la historia, Lady Montagu ocupa desde el siglo XVIII un lugar de relevancia gracias a esta obra sobre Estambul.

Una fisgona en el harén

Una fisgona en el harén

Para los turcófilos y añorantes del extinto mundo otomano (Juan Goytisolo entre ellos), las cartas que Lady Montagu pergeñó desde Turquía a inicios del siglo XVIII han sido siempre de gran valía a fin de desmontar tópicos y prejuicios asociados al turco. De estas misivas se suele alabar su inteligencia, su tono a menudo bienhumorado y no poco mordaz. Pero, sobre todo, lo que más se aprecia de ellas es su valor como testimonio único para conocer los ámbitos de aquel Estambul secreto, carnal, oculto en la erótica umbría de sus baños y harenes.

Por eso hablábamos más arriba de Lady Montagu como una fisgona en el harén. De hecho fue la primera mujer occidental que accedió a aquellos espacios prohibidos. El común imaginario europeo solía fantasear con los exóticos vaporines del baño turco (el hamam) y la lujuria asociada a los harenes del Serrallo (el haremlik). No era para tanto, ni mucho menos. Pero como decimos, Lady Mary Wortley Montagu (que así se llamaba la aristócrata, escritora y viajera inglesa), consiguió asomarse a dichos ámbitos reservados a las favoritas de la corte y a las damas de alto copete. Nos los describió y, a la par, interpretó la ética que percibía en aquellos cuadros sensuales y supuestamente escandalosos.

Lady Montagu llegó a Estambul desde Adrianópolis acompañando a su esposo, el diplomático británico Edward Wortley Montagu. La encomienda de su dilecto, siempre al servicio de Su Majestad, fue asesorar a la Sublime Puerta en un delicado momento (1716-1718) en el que los austriacos avanzaban a empellones por el Danubio, conquistando territorios al cada vez más exiguo Imperio otomano. El último y fallido asedio turco a Viena (1683) había convertido el corredor fluvial del Danubio en una guerra de fronteras maleables entre la liga cristiana y los ejércitos otomanos. Bajo el sultán Mustafá II se firmó en 1699 la paz de Karlowitz. A partir de este año funesto el imperio otomano se convirtió en un espacio defensivo, en una aparatosa forma de conciencia política y cultural en peligro de extinción (aquí se forja la idea del Hombre enfermo de Europa). Los jenízaros depusieron a Mustafá II y entronizaron a Ahmet III (1703-1730).

Cuando Lady Montagu viaja en 1717 por los arribes del Danubio y se instala en la majestuosa y hechizante Estambul, el imperio seguía librando las citadas guerras de frontera con los austriacos. La siguiente paz de Passarowitz (2 de julio de 1718) supuso después la caída de Belgrado y, con ella, la brumosa expansión de la amargura en el orgulloso sentir del turco.

La larga ficha histórica no es gratuita ni ociosa. El Estambul que percibe Lady Montagu, la Turquía que refleja en sus cartas a familiares y conocidos de postín, refieren el pormenor de la vida turca bajo el sultán Ahmet III. Dejando atrás toda nueva guerrería inútil, costosísima, a partir de 1718 el Gran Señor se entregó mayormente al hedonismo ilustrado. Cobró auge la vidilla cultural en la corte y la erección de fastuosos palacios, fontanas y cromáticos jardines. En especial, el cultivo de los preciadísimos tulipanes causó furor en estos años. De ahí que a esta época del relajo se la conozca como la era de los tulipanes (Lale Devri) y a Ahmet III como el Sultán Tulipán.

Fue en la búlgara Sofía -y no en Estambul- donde Lady Montagu pudo admirar por vez primera la femínea desnudez que rodeaba al baño turco. En Adrianópolis conoció a la bellísima y muy citada Fátima. Admiró aquí la mezquita de Selimiye, construida por el célebre Mimar Sinan. En general elogiaba la austeridad mahometana en los interiores de las aljamas, todo lo opuesto a las iglesias católicas romanas, tan llenas a su juicio de retratos e imágenes que las hacían ser "cajas de juguetes". La Montagu, anglicana y tory, solía mostrar su prejuicioso desdén por los griegos ortodoxos (sus barbudos sacerdotes le parecieron "la canalla más grande del mundo").

Aparte de sus aguafuertes de paisajes, de sus prolijas descripciones sobre el lujo turco en la vestimenta femenina, lo que más atrae de lo escrito por la Montagu -y lo que más polémica podría levantar en el feminismo ultra- son sus ideas casi siempre asertivas acerca del estatus social que antaño tenía la mujer turca. Admiró la legislación otomana, que favorecía el derecho a dote de la esposa repudiada (la mujer inglesa, si era pobre, recalaba o en la prostitución o en la marginalidad). El velo, más allá del deber de culto público, permitía el amor furtivo con amantes. A su parecer, la lectura profunda del Corán no convertía a las súbditas en mujeres florero. La esclavitud en los usos turcos le parecía hasta cierto punto humanitaria. Y la condición de las odaliscas del harén no era peor que la hipocresía prostibularia que existía en Europa.

Dicho así todo, pareciera que la Montagu sucumbió al opiáceo oriental, al vaporín de tanto baño turco. Pero hay que leerla en clave de época y, también, en clave coetánea. Y la verdad es que no existen abismales diferencias.

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