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De libros

El fulgor del ocaso

  • Aparece en español la obra que dejó inconclusa Julien Gracq, una novela maravillosa que se lee como una suerte de apéndice de 'El mar de las Sirtes'

El escritor francés Julien Gracq (Saint-Florent-le-Vieil, 1910-Angers, 2007).

El escritor francés Julien Gracq (Saint-Florent-le-Vieil, 1910-Angers, 2007). / d. s.

Por azar, el editor de Julien Gracq, José Corti, encontró en 2004 dentro de una maleta el manuscrito inconcluso de Las tierras del ocaso. Gracq había estado escribiendo, repujando, expurgando en ella durante los veranos de 1953 a 1956. Era como una suerte de luminoso rebufo, de apéndice orgánico de su anterior El mar de las Sirtes (1951), novela con la que obtendría la máxima presea de las letras francesas: el Premio Goncourt. Lo rechazó.

A partir de entonces Gracq abandona el texto en el que andaba imbuido y comienza a pergeñar Los ojos del bosque, que sería al cabo su segunda novela publicada en la estela de lo que, obra tras obra, constituirá su narrativa de la espera. Este ciclo literario sobre la demora, si bien abordado con distinto enfoque en espacio y tiempo, lo completan las narraciones breves pero intensas de El rey Cophetua y La península (ambas publicadas por Nocturna Ediciones).

Por su proceso de escritura en la década de los 50, tanto El mar de las Sirtes como Las tierras del ocaso y Los ojos del bosque (1958) completan un triángulo alegórico propio. Luis Poirer (verdadero nombre de Julien Gracq) aborda en estas obras la eventualidad de la guerra, que llega a ser probable o improbable, pero que siempre se escenifica sobre ciertos confines en donde el tiempo forma su cúmulo propio, allá por las marcas fronterizas de lo remoto. Esta zona de frontera, siempre vasta, imprecisa en sus límites, aguarda a ser hollada -o no- por el ejército invasor.

En El mar de las Sirtes se nos dibujaba una supuesta geografía del enfrentamiento entre la delicuescente pero altiva Señoría de Orsenna y el Farghestán. A través del almirante Aldo asistíamos al ensayo de una guerra como adormilada, quimérica, que nunca llegaba a producirse como tal. La espera alcanza aquí como una pasta onírica. El tedio se transmuta y pasa a ser una demostración de extraña fuerza nerviosa. Nada ocurre donde todo debiera ocurrir, en el almirantazgo de las Sirtes, lo que recuerda en el lector atento a la fortaleza lejana y fronteriza, enferma también de tiempo y de espera, de El desierto de los tártaros de Dino Buzzati.

El ojo vigía y el primer fragor de la guerra también atenazaban al alférez Grange en Los ojos del bosque. La diferencia es que ahora el predio donde se desarrolla la novela no obedece a un cuadro en abstracto (como podría ser una tela de De Chirico), sino a un lugar real, en un blocao defensivo francés situado en las Ardenas al inicio de la Segunda Guerra Mundial. Notamos la humedad de la fronda, el rumoreo del río Mosa, la vida fluyente y natural que parece ajena a la extinción del mundo que está aconteciendo en este momento. Y todo envuelto en la placenta, umbría, palpitante, de lo por venir.

La maravillosa Las tierras del ocaso sería, como decíamos, la continuación finalmente desechada de El mar de las Sirtes. El narrador emprende una expedición aventurera hasta la marca esteparia de Roscharta, situada en un extremo del reino de Bréga-Vieil. Pero a diferencia de la anterior novela el enemigo formado por los ejércitos zungarios sí atacan, sí asedian, sí van conquistando a sangre y fuego las plazas establecidas en las lindes fronterizas del ensimismado reino.

La prosa diamantina, exigente, polícroma de Julien Gracq hace que las descripciones de los paisajes adquieran movimiento, textura, encabalgamiento de imágenes pictóricas que trocan a nuevas imágenes pero como de cine en versión aumentada. El léxico brillantísimo forma su propio relieve cuando se describe el cuadro dado (montañas, bosques, paramentos, ciudadelas). Pero hasta los pasajes más movidos, a medida que se narra el terrible avance enemigo, adquieren un punto de emulsión vibrante, de congoja sobrevenida, que nada tiene que envidiar a las sagas de Tolkien o de Juego de Tronos y otras tantas del ramo tan de moda hoy.

Por eso, entre otras cosas, tiene razón Enrique Vila-Matas cuando dice que creíamos que Gracq era una voz anticuada y resulta que es modernísima. Las tierras del ocaso muestra la fraternidad del hombre para con el hombre por encima de la vesania de la destrucción. La primera parte desbroza la ruta que por entre las tierras ignotas del reino llevan a Roscharta. La última, como se explica, narra la conquista enemiga como un figurado trasunto de la toma de Troya o de la caída de Bizancio.

Ni que decir tiene que la obra de Gracq irritará a los lectores impacientes. No nos importa. Ellos verán. Este 2017 -y ahora justo que acaba de aparecer la segunda edición de la novela- se cumplen diez años de la muerte de Julien Gracq (Saint-Florent-le-Vieil, 1910-Angers, 2007).

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