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La galaxia es un lugar divertido

  • El volumen 'Los autoestopistas galácticos' (Anagrama) reúne los tres primeros títulos de una serie mítica de ciencia ficción que se le ocurrió a Douglas Adams al llevar "unas copas de más"

Según Douglas Adams (1952-2001), la idea de la Guía del autoestopista galáctico se le ocurrió a principios de la década de 1970 mientras yacía tumbado en un prado de la ciudad de Innsbruck (Austria) con varias copas de más; la historia acabó adoptando la forma del serial radiofónico, que fue emitido por BBC Radio 4 en 1978. A pesar de lo limitado de su experiencia previa como guionista -había colaborado en unos pocos capítulos en un par de programas míticos de la televisión británica: Doctor Who y Monty Python's Flying Circus-, Adams supo conectar con la audiencia y el serial tuvo una acogida clamorosa. Entonces, ni corto ni perezoso, Adams convirtió el libreto en una novela superventas, luego en una saga y, más tarde, en una obra de teatro, una serie de televisión, un cómic y un videojuego; su pretensión era que esta fantasía encontrara acomodo en cualquier medio de difusión. Poco antes de morir de un infarto, Adams trabajaría tenazmente en el libreto de una película que no llegaría a ver hecha realidad y que hoy casi nadie recuerda. La serie literaria original -"una trilogía en cinco partes", según el autor- está compuesta por la Guía del autoestopista galáctico propiamente dicha, El restaurante del fin del mundo, La vida, el universo y todo lo demás, Hasta luego, y gracias por el pescado e Informe sobre la Tierra: fundamentalmente inofensiva. La editorial Anagrama ha reunido los tres primeros títulos en un magnífico volumen: Los autoestopistas galácticos (Compendium). Ahí es nada.

El protagonista es Arthur Dent, un tipo corriente y moliente que trabajaba como locutor de radio antes de que la Tierra fuera borrada del cosmos. A Arthur lo conocemos en un momento delicado de su existencia, pocos minutos antes del fin del mundo. Resulta que el Ayuntamiento ha decidido demoler su casa para construir una circunvalación: el joven se opone al derribo tumbándose delante de una máquina excavadora para impedir su avance. La humanidad ignora que nuestro planeta está a punto de correr idéntica suerte que el hogar de Arthur: la Tierra está justo en medio del trazado de una autopista hiperespacial y será barrida de la galaxia por una cuadrilla de demolición intergaláctica compuesta por vogones, muy dados a estas cosas. Arthur salva el pellejo in extremis gracias a Ford Prefect, un alienígena proveniente de Betelgeuse, un planeta a seiscientos años luz de la Tierra, que llevaba quince años entre nosotros haciéndose pasar (con éxito) por un actor sin éxito, en tanto llevaba a cabo el trabajo de campo para una nueva edición revisada de la «Guía del autoestopista galáctico», un libro electrónico con un millón de páginas en el cual se explica todo cuanto necesita aquél que decida recorrer el cosmos en autoestop. Ford Prefect, que ha descubierto los planes de ampliación de la red de autopistas espaciales apenas unas horas antes del desastre, se sube de polizón a una nave vogona y se lleva con él a Arthur. En más de una ocasión, éste preferirá haber desaparecido junto al resto de la raza humana.

La obra muestra un humor irreverente que encuentra recochineo en lo que nos rodea

Los vogones arrojan a Arthur y Ford por la borda, tras de haberlos torturado con una lectura de poesía vogona, y nuestros protagonistas son recogidos/rescatados por quienes serán sus compañeros de viaje de ahí en adelante. Por un lado, tenemos a Zaphod Beeblebrox, un tipo con dos cabezas, tres brazos y una irrefrenable tendencia a meterse en líos. Por otro lado está Trillian, apócope de Tricia McMillan, una chica terráquea que Arthur se quiso ligar en una fiesta y que Zaphod se llevó al huerto gracias a su mucha labia. El quinto en discordia es Marvin, un androide paranoide convencido de que todo el mundo lo odia. Nada, absolutamente nada, le inspira la menor simpatía al pobre cachivache y eso que, como tendremos ocasión de comprobar, la galaxia es un lugar de lo más divertido. A falta de otra oferta mejor, Arthur sigue a esta pandilla en su viaje a Magrathea, un planeta en donde antaño se erigía una próspera industria dedicada a la fabricación de planetas por encargo. Allí se construyó precisamente nuestra Tierra. Un viejo arquitecto, Slartibartfast, estaría dispuesto a hacer una réplica del extinto planeta, con algún que otro cambio; por ejemplo, le encantaría llevarse a las costas de África los fiordos que una vez hubo en Noruega.

Oficialmente, la Guía del autoestopista galáctico sería una parodia del género de ciencia ficción (de la space-opera, en concreto). No es difícil imaginar los efectos revulsivos que debió de tener en el momento de su estreno, mientras La guerra de las galaxias (1977) estaba arrasando el mundo de modo muy diferente al de los vogones. En realidad, la Guía del autoestopista galáctico es más que un imple parodia. La serie bebe tanto de la saga galáctica de George Lucas como de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift o las fantasías lógico-excéntricas de Lewis Carroll. Las implicaciones sociales, políticas y existenciales son abundantes; la estrategia narrativa es impecable: se trataría de colocar a sus personajes ante situaciones tan fabulosas como absurdas para insistir en lo que la vida tiene de fabuloso y absurdo. La obra está recorrida por un humor irreverente que encuentra motivos de recochineo en todo cuanto nos rodea elevando a la enésima potencia aquella sentencia de Luigi Pirandello según la cual: "La vida es cosa de risa".

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