Cultura

El linaje, la duquesa y el historiador

  • El historiador Juan Luis Carriazo traza un sugerente perfil de Beatriz Pacheco, cuyo periplo vital transcurrió en paralelo al de Isabel la Católica.

Beatriz Pacheco y la Andalucía de los Reyes Católicos. Juan Luis Carriazo Rubio. Centro de Estudios Andaluces. Sevilla, 2015. 218 páginas. 15 euros.

Cuando Beatriz Pacheco otorgó su testamento en el convento de Santa Clara de Carmona en abril de 1511 ordenando ser enterrada en llano como una monja más, se cerraba una época de la historia de España. La España de los reinos medievales, de las banderías nobiliarias y de la frontera de Granada. Quien se comportaba con tanta humildad había sido hija de don Juan Pacheco, marqués de Villena, uno de los personajes más influyentes de la corte de Enrique IV y de doña María Portocarrero, de familia no menos principal. Siendo niña fue prometida sucesivamente en matrimonio al infante-rey don Alfonso de Castilla, que murió prematuramente en 1468, y a don Fernando, futuro rey de Aragón. Pero frustrado el intento de entroncar con sangre real, terminó esposando con don Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz, el principal rival del duque de Medina Sidonia en Andalucía y aliado estratégico para los ambiciosos planes de Pacheco.

Doña Beatriz siempre ha sido considerada una pieza de este juego político entre linajes y las escasas noticias que de ella recogen las crónicas de la época hacían desistir de emprender cualquier reconstrucción certera de su periplo vital, que transcurre en paralelo al de la reina Isabel a la que sobrevivió siete años. Al menos esto parecía dictar el sentido común, hasta que el profesor Juan Luis Carriazo Rubio se ha encargado de demostrar lo contrario. Conteniendo la retórica a un mínimo para dejar hablar los documentos como aquel oficiante silencioso que describió Ranke, el joven académico nos devuelve a la mujer diluida entre las estrategias de linaje, las solidaridades de grupo y el silencio de los cronistas. Es más, la hace habitar en nuestra memoria. En esta última operación no es el rigor del positivismo alemán, sino la sensibilidad del medievalismo francés, la que inspira el quehacer del historiador.

No es sencillo componer un perfil de la aristócrata recién desposada que conoce a don Rodrigo en Jerez de la Frontera en 1471, ciudad desgarrada por las banderías nobiliarias. Pero Carriazo, contrastando las crónicas de Alonso de Palencia y Hernando del Pulgar, consigue que imaginemos qué debió de sentir Beatriz al ver a su esposo entregando los castillos a los Reyes tras perder la guerra. Más tarde, ya combatiendo por ellos como leal vasallo, el de Cádiz es cercado en la fortaleza de Alhama y la marquesa pide socorro a quien había sido su enemigo, el Duque de Medina, único caballero que podía liberarlo. Ella misma ha defendido la ciudad de Arcos, semanas antes, como una de aquellas mujeres "de gran valor y sabiduría", que glosó don Álvaro de Luna en sus Virtuosas e claras mugeres (1446). Pero nada de esto es demasiado explícito, hay que saber leer entre líneas. Los sentimientos entre los esposos se dejan esperar hasta la página 79 del libro cuando el marqués "ovo mucho placer con su vista" [de ella], anticipando un afecto que se prolongará hasta el final de sus días cuando la llama "mi muy amada mujer".

El autor siempre conduce al lector con generosidad. Le presenta los testimonios. Pero tarda en aflorar la voluntad independiente de Beatriz, su escritura y su gesto. Hay que esperar a la muerte de don Rodrigo en Sevilla en 1492. La pareja no había tenido descendencia. Pero el Duque de Cádiz había reconocido a sus tres hijas naturales de una relación anterior. La mayor es Francisca que casó con don Luis Ponce. Beatriz se convertirá en la tutora y curadora del hijo de este matrimonio, llamado Rodrigo como su abuelo, un niño de pocos años que es el heredero del título. Sus padres son primos y este enlace permitirá recomponer la legitimidad cuestionada. Doña Beatriz, que firma desde entonces los documentos con el elocuente apelativo de triste duquesa, inicia una actividad febril como protectora de los miembros más jóvenes del linaje de los Ponce, asegurándose el matrimonio del heredero con su sobrina, Isabel Pacheco. Rige con autoridad el condado de Arcos, señorío vitalicio que recibió de forma vitalicia. Y gobierna en nombre de su nieto el resto de los estados del Ducado.

A lo largo de esta etapa de ejercicio del poder aprendemos a vislumbrar, guiados por las indicaciones del profesor Carriazo, la personalidad de la Duquesa. Hábil negociadora con la Corona desde una posición de inferioridad, no tuvo más remedio que restituir a los Reyes Católicos la ciudad de Cádiz pero obtuvo a cambio importantes compensaciones económicas. Firme y contundente a la hora de frenar las pretensiones de don Manuel Ponce, hermano del Duque, que reclamaba la sucesión del linaje, aseguró la integridad de los dominios y cumplió así la voluntad de su esposo. Diligente, al fin, en la justicia de sus vasallos, vigiló los términos de jurisdicción, promoviendo concordias entre comunidades vecinas e impulsando la repoblación de la serranía de Villaluenga, cerca de Ronda.

Cuando fue necesario supo retirarse a una posición más reservada, aunque sin perder el control de sus estados, en el convento de Santa Clara. Desde la tranquilidad del claustro siguió despachando asuntos políticos graves como acredita el epistolario del Conde de Tendilla. Seguía honrando así la memoria del Duque pero no sacrificaba la honra de los Pacheco. Prueba de ello es que prefiriese, contra el deseo de su marido, enterrarse junto su hermana, abadesa del convento. De esta forma la triste duquesa, magnífica señora, se fue apagando. Mi vida es como el viento, reza su epitafio. Un viento que nos devuelve la historia.

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