marta sanz

"El miedo que nos han metido en el cuerpo es también una forma de muerte"

  • La autora publica 'Clavícula', un texto híbrido, entre el diario, la crónica y la reflexión sobre la realidad más urgente, y en el que relaciona el dolor privado con la presión de la crisis económica.

Marta Sanz (Madrid, 1967), retratada el pasado jueves en la Plaza Nueva de Sevilla.

Marta Sanz (Madrid, 1967), retratada el pasado jueves en la Plaza Nueva de Sevilla. / fotografías: belén vargas

Durante un vuelo hacia San Juan de Puerto Rico, la escritora siente por primera vez un dolor en la costilla, bajo el pecho izquierdo. Comienza entonces un año de idas y venidas a consultas, pruebas, decenas de especialistas y seis médicos de cabecera diferentes, pero nadie sabe decirle cuál es el origen de esa garrapata que le araña el esternón, vampirizando su vida y mortificándola ante la eventualidad de no saber quién pagará las facturas y sostendrá la precaria economía familiar si su marido sigue sin encontrar trabajo y a ella una enfermedad grave la obligara a dejar de trabajar. Y la vida, como sabemos, "consiste en trabajar todo el día y culparse por esos momentos en que no se está trabajando". Marta Sanz (Madrid, 1967) narra esta experiencia -hay que decirlo: afortunadamente ya superada sin mayores problemas- en Clavícula (Anagrama), una implacable crónica de aquel viacrucis sólo mitigado por sus pinceladas de humor negro y sátira y la fortaleza de los afectos indoblegables; una historia en las antípodas de la retórica del sufrimiento y la autocomplacencia, con vetas de libérrimo diario personal y atravesado por muchos otros temas que, por descontado, como sabrá cualquier lector asiduo de la autora, van revelando una clara y afilada lectura política del naufragio que vive la sociedad española, más allá de los "ripios falsarios" de la prensa económica.

-En un pasaje del libro hace una confesión que califica como "impúdica pero fundamental". Y a veces admite su temor a dañar e incomodar a sus seres queridos por mostrar sus miedos, sus dolores, sus chinas en el zapato. ¿Por qué, pese a todo, lo escribió y lo publicó?

-Hay un impulso que nace de la convicción, más o menos ingenua o más o menos optimista, de que la escritura me podía servir para poner orden en un momento de desajuste y de dolor personal. Más allá de eso, también me di cuenta de que ese impulso que a mí me podía parecer egoísta era susceptible de ser compartido con los demás, porque al fin y al cabo lo que me estaba pasando a mí era algo que yo tenía la impresión de que le estaba pasando a mucha gente. Escribiéndolo, aprendí que construir una poética de la fragilidad se relaciona, por ejemplo, con un derecho a la queja que nos han robado. Esta novela dice: si algo te duele, quéjate. Quéjate sin mala conciencia, incluso aunque te digan que lo haces desde una posición aparentemente privilegiada. ¿Por qué? Porque los que de verdad no tienen nada han perdido hasta la fuerza para poder quejarse.

-Es una denuncia política, pero sin consignas al uso, articulada desde la intimidad misma...

-Yo creo que la literatura sirve muchas veces para hablar de las cosas grandes a partir de las pequeñas, combinando las lentes del catalejo y el microscopio. Quería hablar un poco à la Woody Allen, con un humor negro que es el analgésico que permite llegar al origen del dolor, de asuntos que creo que nos conciernen a todos como posibles víctimas del capitalismo avanzado; de todas las pequeñas muertes que son previas a la muerte final, porque la precariedad es una forma de muerte, como lo son la enfermedad, el deterioro, la soledad, el temor a llegar a viejo y que nadie te pueda cuidar o el miedo que nos han metido en el cuerpo y nos ha dejado paralizados.

-A veces es implacable, para empezar, con usted misma...

-Creo que hay en este libro un tratamiento no muy habitual de la materia autobiográfica, porque no utilizo la autobiografía desde una perspectiva vanidosa o soberbia, al menos quiero pensarlo así, en la medida en que me autorretrato en mis horas más bajas, en mis momentos menos culminantes. Quise que fuera así para reflejar el individualismo en el que todos estamos encerrados. Pero más allá de todo lo que haya comentado hasta ahora, para mí Clavícula es una historia de amor; la historia de amor más importante que yo he escrito en toda mi vida. Mi primera novela fue una historia de amor y desengaño, vampírica, horrorosa, de abandonos y soledades. Y ésta es una historia de amor en la época de la menopausia, una historia de pareja que invierte esa lógica que dice que a las mujeres de cierta edad nos toca siempre cuidar de los padres, de los maridos, de los hijos; bueno, esta vez la enferma soy yo y me tienen que cuidan mis padres, mi marido, mis amigos. Por eso es una historia de amor y un canto a la necesidad de la fraternidad en un mundo cada vez más violento y hostil.

-¿Por qué la menopausia sigue siendo un tabú?

-Está relacionado con el tabú en general del cuerpo de las mujeres en su acepción no fotogénica. Me refiero a las enfermedades y a todo lo que tiene que ver con la sexualidad que no pasa por el aro de la maternidad o de la hipersexualización estupenda de la publicidad. Mi ginecóloga dice, para mi horror, que llamamos menopausia a lo que no es más que la vejez, o su comienzo. Y claro, a nadie le gusta sentirse viejo. Por otro lado, hay muchos libros médicos, educativos, etcétera, construidos a partir de un patrón masculino, lo que hace, por ejemplo, que muchos más hombres tengáis infartos, pero seamos muchas más las mujeres que nos morimos de eso. Llegamos a un hospital y no saben lo que nos pasa, son otros síntomas. Sara Mesa me comentaba el caso de la escritora Hilary Mantel, que casi se murió de una endometriosis porque nadie sabía qué le pasaba. Hasta que lo averiguaron, es fácil verla incluida en la histeria asociada a las mujeres, en ese baúl de las locas infladas a ansiolíticos. De eso habla Clavícula también. Las mujeres, culturalmente, tenemos una relación extravagante con el dolor: parimos y se supone que tenemos que soportarlo, eso y todo, ser resignadas y sufrientes, pero al mismo tiempo existe la imagen de princesas: todo nos molesta, todo nos perturba, todo nos da mareos... Bueno, ¿en qué quedamos? Siempre la relación de las mujeres con el dolor se aborda en unos términos de exageración que nos demoniza genéricamente.

-¿Cómo puede ser sostenible un sistema político y económico que trata tan mal a su capital humano, por decirlo en los términos semánticos dominantes?

-Es sostenible en la medida en que se ha desbaratado el concepto de utopía. Se ha renunciado a la imaginación política, tanto en los relatos como en el discurso pragmático. Creo que el sistema resiste porque se ha llegado a la convicción, que yo no comparto, de que éste es a fin de cuentas el mejor de los mundos posibles. Vivimos intentando aliviarnos con esa ficción, con esa esperanza. Y no sé si justamente el habernos quedado dándole vueltas a esa ficción y a esa esperanza nos incapacita para ser más creativos a la hora de buscar modelos de convivencia más humanos. Deberíamos volver a pensar en ciertos conceptos que hemos malbaratado. Por ejemplo, el filósofo francés Alain Badiou dice que el horizonte de la filosofía debería volver a ser la verdad y no solamente el lenguaje.

-"Cuando escribimos no podemos olvidarnos de las condiciones materiales", dice. Ahora no está usted sola, pero hace no tanto tiempo las novelas españolas estaban llenas de escritores con bloqueo creativo o jóvenes muy viajados e interesantísimos con nombres en inglés...

-Durante una larga temporada la literatura española se olvidó del trabajo. Toda la sociedad vivía en un momento de euforia y parecía que la literatura solamente servía para rellenar espacios de ocio y reflejar un mundo constituido por cantantes de ópera, traductores de la ONU, psicoanalistas, escritores con bloqueo creativo y todo eso. Lo que ha ocurrido después es que la realidad se ha impuesto. Una generación de escritores, a la que yo pertenezco, y que ha sido muy mansa y muy seguidista de la generación anterior, se ha dado cuenta, bueno, de que no vivimos en el mejor de los mundos posibles. En aquella época Rafael Chirbes era de los pocos que sí le estaban viendo ya las orejitas al lobo. Ahora en cambio se habla tanto de la literatura de la crisis que incluso tengo miedo de que el marbete llegue a convertirse en un cliché, un eslogan publicitario. En cualquier caso, yo creo que la literatura debe intentar perturbar los clichés y las frases hechas que de algún modo nos hacen infelices.

-Lamenta que la cultura haya dejado de ser "un elemento de desclasamiento positivo". ¿Qué ha pasado?

-Por el miedo a caer en la intolerancia y por el miedo a caer en valores absolutos, hemos desprestigiado conceptos que no deberíamos haber desprestigiado. De ahí ese relativismo que hace posible, por ejemplo, que hoy hablemos de las posverdades. Hemos sustituido la sensibilidad por la sensiblería, y hemos sustituido el concepto de cultura como educación por el de cultura como espectáculo. Esto, es obvio, les resulta muy cómodo a quienes detentan el poder económico. Dicen: la cultura no vale para nada y, si es que sirve para algo, es simplemente para que pases un buen rato. Y no. La cultura está expresamente relacionada con la posibilidad de desarrollar el sentido crítico, de transformar valores, sirve para que tú tengas una determinada idea del amor, de la amistad, de la violencia, de la libertad. Claro que la cultura no va a cambiar la realidad de la noche a la mañana, pero no es inofensiva: impregna nuestras conciencias y, en un momento dado, puede propiciar determinadas actitudes que luego, y eso es lo importante, se convierten en acciones. Se ha neutralizado interesadamente ese concepto de la cultura porque interesa que seamos una sociedad aletargada, pendiente sólo de lo vertiginoso, de lo que brilla, de lo superficial. A mí me preocupa mucho ver cómo nos regodeamos en nuestra propia ignorancia, y cómo hemos sustituido el concepto de democracia por el de demagogia. Yo creo que en la cultura no todo vale y que lo cuantitativo no legitima determinadas actitudes o constructos culturales. Hay que tener confianza en nuestra capacidad de aprender, para poder separar el grano de la paja, y eso no es elitismo, es confianza en la educación. No me puede parecer casual que aparezcan este tipo de visiones de la cultura precisamente cuando se desmorona el sistema público de educación.

-Critica en el libro el "exhibicionismo imbécil" de las redes sociales. Durante mucho tiempo el discurso sobre internet era prácticamente utópico: iba a democratizar más aún el saber y la información e iba a dar voz a todos los que no tenían voz, era un instrumento llamado a ensanchar nuestra libertad, etcétera. Hoy es difícil sostener ese tipo de discursos sin caer en la ingenuidad. ¿Se ha convertido aquel sueño en una cosa mucho más prosaica y oscura?

-Creo que está relacionado con lo que decía antes. La sustitución de lo cualitativo por lo cuantitativo y de la democracia por la demagogia. Se ha generado un sistema en el que la libertad de expresión se confunde con el exabrupto y al mismo tiempo todos estamos atados de pies y manos por esto que se llama la corrección política. El otro día me hicieron una entrevista para una revista digital y la bloquearon en Facebook porque aparecía la palabra onanismo. A mí esto me hace desconfiar mucho de la aparente libertad de las redes. Además, resulta que cuando supuestamente ejercemos nuestra máxima libertad al decir que algo me gusta o no me gusta, precisamente en ese momento estamos siendo vigilados por muchos más ojos de los que Orwell fue capaz de adivinar en su panóptico del Gran Hermano. Vivimos en una sociedad en la que se relaciona la libertad con la vigilancia y eso nos parece bien. Además, creo que desde internet se ha fomentado un concepto de gratuidad de la cultura que es tremendamente perverso en una sociedad que es eminentemente una sociedad de mercado, y en la que lo único que debe ser gratis es la cultura porque es lo único que no se valora; mientras tanto, tú no pones ninguna pega por que las compañías telefónicas estén ganando cantidades ingentes y absolutamente inmorales de dinero. A mí no me gusta ponerme apocalíptica, y espero que algo bueno salga de todo esto, porque nuestras posibilidades de comunicación se han multiplicado por miles de millones, pero el miedo a que te acusen rapidísimamente de reaccionarismo tampoco puede inhibirnos de criticar ciertos aspectos que yo creo que no nos están convirtiendo en una sociedad con mayor calidad humana.

-Ante fenómenos como el de internet y el tipo de vínculos débiles y engañosos que alienta, también en lo personal, o sobre todo en lo personal, usted siempre ha defendido la necesidad de vínculos fuertes...

-Sí, ante todo eso yo subrayo la importancia de los vínculos fuertes frente a los vínculos débiles en el amor y en la política que se producen a partir de las redes. Yo quiero en mi vida vínculos fuertes, yo reivindico un concepto de fraternidad que me permita mirarte a ti a los ojos, hacer teatro en una sala de barrio que me haga enamorarme del que tengo delante, que me haga militar con mis compañeros de partido, de sindicato o de vecindad. Al final, esos son los movimientos que terminan por cambiar de verdad las cosas.

-Usted es inequívocamente feminista. ¿Cómo observa este debate ahora mismo?

-A mí esto se me clarificó un poquito cuando escribí el ensayo Éramos mujeres jóvenes. Yo creo que si vivimos en una sociedad donde todavía se vive pensando que el feminismo y el machismo son las caras de una misma moneda, es que vamos muy mal y estamos francamente muy perdidos. A mí me gustaría que los hombres se dieran cuenta de que esto no va de pisarle la cabeza a nadie, sino de lograr que las diferencias evidentes que tenemos no se conviertan en desventajas. Se trata de lograr un punto de equilibrio entre una biología que no debemos sacralizar, porque nos puede llevar a aberraciones, y una civilización que tampoco podemos sacralizar, porque nos impone a veces unos corsés que pueden hacernos tremendamente desgraciadas. Yo creo que todo pasa por el filtro de lo que hablábamos al principio: por recuperar el concepto de fraternidad.

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