De libros

El novelista de los prodigios

  • 'La verdad sobre el caso Savolta' hablaba del pasado de una forma novedosa hasta entonces: con humor, fantasía y una técnica endiablada.

Eduardo Mendoza.

Eduardo Mendoza. / Marta Pérez (EFE)

Un día de 1975, o tal vez 1976, compré un libro de un autor del que no sabía nada. He dicho compré, pero en aquella época -yo tenía veinte años- los libros a veces no se compraban, sino que salían de tapadillo bajo el jersey o metidos en los vaqueros. Si me llevé aquel libro fue por dos razones. Una fue que me gustó mucho su título, La verdad sobre el caso Savolta. Ahora puede parecer increíble, pero en aquellos años los títulos solían ser extremadamente enrevesados y pretenciosos. Los lectores llegábamos a pensar que los autores de aquellas novelas tan experimentales querían condenarnos a sufrir una congestión cerebral. Pero allí había una novela de autor desconocido que tenía un título sencillo y atractivo a la vez: La verdad sobre el caso Savolta. Y la segunda razón fue que la brevísima biografía que venía en la solapa decía que el autor vivía en Nueva York. ¿Nueva York? Sí, Nueva York, porque el autor trabajaba allí de traductor simultáneo en las Naciones Unidas. Traductor simultáneo era esa clase de oficio del que nadie había oído hablar, pero el autor de aquella novela tenía ese extraño oficio y vivía en Nueva York. Las sorpresas no abundaban en aquellos años, así que decidí de inmediato llevarme el libro.

Estaba a punto de hacerlo cuando me echó para atrás la foto que venía en la solapa: el joven autor, de no más de 30 años, llevaba un poblado bigote negro. En aquellos años los bigotes seguían siendo patrimonio franquista, así que estuve a punto de dejar la novela en el estante, justo cuando reparé en que el autor sonreía de un modo que inspiraba confianza. Y no sólo eso, sino que su mirada, la mirada que se transparentaba en la foto, era la de alguien en quien uno podía confiar; y más aún, la de alguien con quien uno podría pasarse un rato estupendo si alguna vez llegaba a coincidir con él en algún sitio (y ojalá ese sitio fuese Nueva York). El autor, no hace falta decirlo, se llamaba Eduardo Mendoza.

Pocas veces en la vida me lo he pasado tan bien como cuando leí La verdad sobre el caso Savolta. Mendoza hablaba del pasado de una forma que nadie había hecho nunca: con humor y con fantasía, pero también con una rara erudición y al mismo tiempo con una técnica endiablada que saltaba de un tiempo a otro y de un lugar a otro. Ahora todo esto parece muy fácil, y de hecho estas técnicas se enseñan en los talleres de escritura, pero en 1975 -o 1976- nadie había escrito nada igual, al menos en España. Además, la trama de la novela -las luchas sindicales y los turbios negocios de la venta de armas en la Barcelona de la Primera Guerra Mundial- exploraba una época de la que apenas sabíamos nada en aquellos años, ya que el franquismo la había declarado proscrita porque era la época de la decadente monarquía parlamentaria. Hoy, por desgracia, tampoco se sabe nada de aquella época, aunque lo de ahora tiene más mérito porque, según se dice, hemos logrado crear la juventud mejor preparada de nuestra historia.

Ahora sé que Mendoza pudo escribir su novela porque estudió como abogado los expedientes judiciales de una fábrica eléctrica de Barcelona, la Barcelona Traction. Pero lo importante era la forma en que Mendoza tejía y destejía la trama con un sinfín de saltos temporales y de múltiples puntos de vista. Ahora bien, aquel experimentalismo no se proponía desconcertar al lector ni volverlo loco, sino contarle una historia que lo atrapara de un modo novedoso desde la primera página. Y desde luego que Mendoza sabía hacerlo. Los personajes llevaban nombres tan estrafalarios como Pajarito de Soto o Pascasio Cabra (creo que era Pascasio Cabra, o tal vez Agapito Cabra, o quizá Nemesio Cabra, y en el fondo da igual cómo se llamaba aquel personaje). Y por si fuera poco, el lector tenía la sensación de que aquellos personajes habían estado vivos en su época y seguían estando vivos dentro de las páginas de la novela. En los años 70, que un personaje pareciera estar vivo -y hablara y riera y sufriera como un ser vivo- era un milagro que ocurría muy raras veces. A mí sólo me pasó una cosa igual cuando leí Si te dicen que caí, de Juan Marsé, más o menos por la misma época.

Lo mismo que me pasó con La verdad sobre el caso Savolta me pasó con La ciudad de los prodigios (1986), la novela sobre la Barcelona de la Exposición de 1888 que anticipó, en una especie de prospección adivinatoria, las tragicómicas trapacerías de lo que iba a ocurrir en España durante los fastos de las Olimpiadas y de la Expo del 92. Treinta años después de haberla leído, aún recuerdo bien los nombres de algunos personajes -Onofre Bouvila, Honesta Ledoux, los hilarantes delegados Guitarrí y Guitarró-, lo que demuestra que esos personajes siguen estando vivos y siguen siendo reales. El mejor Mendoza es éste que combina el folletón humorístico, los tejemanejes políticos y la reinvención de la ciudad de Barcelona, que nunca será igual después de haber pasado por sus manos. Si hay un Londres de Dickens o un París de Balzac, también hay sin lugar a dudas una Barcelona de Eduardo Mendoza.

En contra de la opinión de sus muchos y fieles lectores, las novelas del demente sin nombre que protagoniza la saga que se inició con El misterio de la cripta embrujada nunca han conseguido entusiasmarme. Tampoco las novelas más serias de Mendoza, como Una comedia ligera o El año del diluvio. Pero con La verdad sobre el caso Savolta y La ciudad de los prodigios Mendoza ha conseguido el raro mérito de crear dos grandes novelas que han hipnotizado a cientos de miles de lectores. Y siempre, siempre, con esa misma mirada y esa misma sonrisa: la de quien inspira confianza inmediata y la de quien siempre nos asegura un buen rato en su compañía.

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