La crónica del Villamarta · 'Dos voces para un baile', Javier Barón

El gran bufé de Barón

  • El bailaor sevillano hace vibrar al Villamarta con 'Dos voces para un baile'

Deja una sensación extraña el espectáculo que Javier Barón desarrolló anoche en Villamarta. Dos voces para un baile es, a ratos, como entrar en un enorme bufé en el que a base de probar y picotear tantas cosas al final terminas por no saber con qué quedarte ni si realmente puedes degustar sabor alguno tras la intensa -frenética, a veces- experiencia. Es el alcalareño un bailaor sobrado de técnica, versátil y, de forma especial, de pies prodigiosos. Pero es al mismo tiempo un creador amante confeso del riesgo y de las aventuras imposibles, de una personalidad fuera de duda que le hace buscar siempre sus propios límites hasta balancearse en el abismo. Bien por él.

Si en Meridiana, el anterior trabajo que puso de largo en el Festival de Jerez, echaba un pulso al tiempo hasta llegar a la ralentización de su discurso, en esta obra -que curiosamente es anterior en el tiempo a aquella- parte de un concepto de fragmentación y continuum musical que le condiciona hasta, por momentos, abducirle en escena. No es ni bueno, ni malo, es justo lo que en ese momento le apetece llevar a cabo. Sin más. Porque Barón es él mismo, fuera y dentro del escenario, y esa identidad y personalidad le confieren un sello insondable que emana honesta sinceridad.

De la farruca, Barón -con la mano sabia de Faustino y la composición precisa de Patino- extrae sólo el tran-tran-treiro; de los tangos del Titi, apenas se oye el ruea, ruea; el mirabrás chaconiano casi acaba en el A mi qué me importa... Todo son pinceladas que forman las piezas de una suite flamenca trazada casi como cronología del azar, en la que en ocasiones no es tan importante el baile de Javier como la amalgama sincronizada y bien ensamblada de cante, toque, palmas y baile, en conjunto o por separado. Un espectáculo de una riqueza sonora indiscutible y de una calidad artística fuera de toda discusión.

En principio, los números se intercalan con distintas grabaciones personales que profiere el propio Barón. En ellas explica sus comienzos: la llegada a Madrid de la mano de su tío, sus inquietudes escénicas, su pasión por bailar y escuchar el cante... De esos nexos narrativos surge esa sucesión arrolladora de fracciones en forma de palos y variantes flamencas en las que apenas hay tiempo y espacio para introducirse cuando ya se ha saltado al siguiente hito. Sin pausas ni recesos. Por ello, fue en esos momentos en los que el último Premio Nacional de Danza se explayó, con más sosiego y abriéndose paso entre el conjunto, cuando realmente cobró toda la dimensión un espectáculo marcado, a pesar de todo, por las individualidades.

Se salió en el solo de la guajira Ricardo Rivera y Patino lo bordó pleno de sentido y sensibilidad tanto en las virtuosas falsetas que condujeron las malagueñas de Chacón -que ejecutó con su solvencia habitual José Valencia-, como en las armonías de la farruca que principia solo hasta que emerge la silueta de Barón. Geométrico y voluble. El cantaor de Lebrija, por cierto, echó mano de su repertorio más jerezano en franco y claro homenaje a Don Antonio, pues hasta en la majestuosa y cabal seguiriya que interpretó aparecieron las remembranzas al genio de San Miguel. Un seguro de vida, Valencia, en cualquier atrás que se precie y que ayer hizo vivir instantes de auténtico recital con esa voz telúrica y unos jipíos negros que evocan a los más grandes del arte jondo.

Mención aparte merece Miguel Ortega, portentosa voz de Los Palacios que brilló especialmente en los fandangos de Toronjo, en la trilla, en las alegrías de Córdoba y en los abandolaos con ecos de Frasquito Yerbabuena. O sea, brilló en casi todo lo que hizo porque toda su queja fue contenida, mineral y con muchísimo gusto.

En prácticamente todo lo reseñado, salvo en los cambios y transiciones rápidas, Javier Barón lo bailó casi todo sin importarle que en ocasiones sus desplantes, quiebros, escorzos y escobillas fuesen lo de menos. Dejó espacio para los acentos de un atrás que cobra relieve y adquiere en múltiples casos rol de auténtico protagonista. En cambio, la ronda de soleá sí se la reservó para sí mismo, para hacer los marcajes y mudanzas con su peculiar estilo que cimbrea el cuerpo y se mueve por todo el proscenio con amplitud, sin estatismo alguno. De cuerpo a tierra a unos movimientos en los que casi levita. Soleá de Alcalá, Triana, apolá... Lo bailó todo, hipermotivado, y con su contagioso brío habitual. Dejó al lado las grandes empresas y, bajo el prisma de la sobriedad, bailó a rabiar, igual por taranto que por cantiñas.

Sea como fuere, Dos voces... es más que un buen motivo para rescatar una concepción del flamenco que por desgracia hoy día se practica poco. Una demostración de que a algunos creadores no se les debe perder la pista en ningún momento, pues aunque acumulen años de trayectoria a sus espaldas, como es el caso del sevillano, no han dejado de tomarse en serio a su público ni sólo un segundo de la misma.

Compañía de Javier Barón. Baile: Javier Barón. Cante: Miguel Ortega, José Valencia. Guitarra: Javier Patino, Ricardo Rivera. Palmas/baile: Juan Diego, El Choro. Guión musical: Faustino Núñez. Iluminación: Olga García. Sonido: Alfonso Espadero. Dirección escénica: David Montero. Monitores: Ignacio Pujol. Dirección artística: Javier Barón. Realización de luces: Juan Luis Martín. Producción: Dezza Producciones. Día: 4 de marzo. Lugar: Teatro Villamarta. Aforo: Lleno.

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