Jerez íntimo

Diego Romero viene a verme

Resulta cuanto menos terrible asistir a la pérdida de seres que, en honor a su envergadura humana, siempre nos otorgaron la dimensión de nuestra existencia. En efecto no existimos en sí, ni por sí, ni para sí. Sino en los otros. Y, como escribiera González-Ruano, “en cada uno que se va… nos vamos yendo también los que oficialmente quedamos”. A fin de cuentas, ¿qué rige la vida sino la muerte? ¿No mandan más los muertos que los vivos en tanto ellos habitan el fin de la meta y nosotros quedamos -in albis- como en una especie de destierro con antesala de torpezas, de supinas avaricias y de vasos comunicantes en el ínterin permanente de lo angélico y lo diabólico? En estas cábalas iba yo pensando cuando, en un soleado horizonte de soledad desértica que campaba y campeaba por la Plaza Belén, por estas estrechas calles que soportan el peso de los siglos, me dirigía -réquiem de túnica negra y sandalia a pie desnudo- al sepelio de Diego Romero. Pronto, siendo yo adolescente tímido, hicimos buenas migas. Me trató Diego con admiración incomprendida por mí. Nos buscábamos a las primeras de cambio en los sucesivos actos cofradieros a los que asistíamos sin recargo de economía temporal.

Siempre estimé su alto sentido de la hospitalidad. Era pisar San Lucas, en una noche de primer viernes de marzo, en un domingo de besamanos de los Dolores, en una nostalgia de luces y abismos, e ipso facto, in situ, Diego automáticamente levantaba las posaderas de su sitial, de su bancada, y con más prisa que pausa se aproximaba a mi visita. Sonriendo: epidermis de su gestualidad. Ya viene Diego a verme, pensaba para mis adentros en el sustrato de una satisfacción capaz de engolarme. Porque era el Hermano Mayor titular o el Hermano Mayor Honorario ulteriormente quien, abandonando cualquier conversación o meditación, no dudaba un ápice en poner pies en polvorosa -traje azul impecable y corbata por lo común negra- para atender a este chiquillo que hasta las plantas del Nazareno Caído se aproximaba.

Diego fue siempre un cofrade de raza, sencillo per se, servidor de su Hermandad hasta la extenuación, de cargos en sucesivas juntas de gobierno. Yo enciendo hoy la moviola de la melancolía y observo a Diego con los cofrades de entonces, que precisamente siguen siendo los de ahora -todos, Diego, ya canosos en los bancos de San Lucas recibiendo tu féretro caliente y tus manos ya heladas-. Diego tomando posesión como Hermano Mayor a finales de los años ochenta -tras legislaturas como Teniente Hermano Mayor, Mayordomo y Capiller en épocas comandadas por Manolo Giménez Ortega-. Diego, de sonrisa perfilada como con un tiralíneas que masticaba la saliva sagrativa del Evangelio. Diego susurrando la condición sine qua non de la majestad de Dios y jamás las habladurías de mentideros con nombres propios. Diego proyectando la realidad in crescendo de una Hermandad al ladito de los Pepe Abollo, Rafael Torregrosa, José Antonio Casas, Pedro García López-Cepero, Antonio Vargas Perdigones, Juan Miguel Pérez Soto, Joaquín Ruiz, Perico Pérez… De Antonio el barbero y su hoy viuda Anita, la camarera de la Virgen… Diego celebrando cincuentenarios, inaugurando Casas de Hermandad, descorriendo cortinillas del azulejo del Señor y recuperando al Cristo de la Salud -¡viejo anhelo de la Hermandad!- para el seno de la cofradía… Diego en una presidencia de cuatro nazarenos de manos arrugadas y un corolario de anécdotas y vivencias asidas al dorso del cinturón de esparto…

Pocos, muy pocos, poquísimos Hermanos Mayores y ex Hermanos Mayores y ningún miembro del Consejo en el entierro de don Diego Romero. Algún fotógrafo, Carlos Larios, verbigracia. Eso sí: San Lucas hasta la bandera de cofrades de las Tres Caídas. He ahí el legado de un cofrade que supo sembrar y he ahí la grandeza indisoluble del mundo de las cofradías: la que registra sus verdades inmarchitables en el concepto de la corporación y no en la vanagloria vocinglera de la hojarasca externa de cartón piedra. En tu entierro, querido hermano Diego, como tú hiciste con todos ellos, con todos nosotros, no ha sido sino tu Hermandad la que fue a verte.

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