Jerez

Los Ruiz-Mateos

  • El fundador del que fue el mayor 'holding' empresarial español ha tenido que reinventarse varias veces, pero en el fondo siempre estaba ese niño rebosante de ideas

El salón de la casa de José María Ruiz-Mateos en Somosaguas está un poco recargado de miradas de niños, todos los que miran desde las decenas de fotos de encuentros familiares de los viejos tiempos. Es como si hubiera un momento, aquél en el que los niños se hicieron grandes, que el invento de la fotografía hubiera sido abolido para recuperarse poco después. Entonces los hijos dejan paso a los nietos. No hay lujos, sólo ese momento retenido en el que los niños crecen. Así era hace seis años, cuando se cumplía el veinte aniversario de la expropiación de Rumasa y así supongo que seguirá siendo ahora.

Teresa Rivero, la mujer de Ruiz-Mateos, es cordial, pero también tiene ese doblez de mirada de madre profesional en la que, sin decírtelo, te está indicando que ya sería hora de que te preocuparas un poco por tu indumentaria. Sería un cuadro, por tanto, de familia de clase media alta en la que lo externo lo único que viene a decir es que bueno, no nos ha ido mal del todo. Ni mucho menos, en lo externo, nos encontramos ante la mansión que te viene a decir en cada uno de sus elementos ‘chico, observa lo que significa triunfar en esta vida’.

José María Ruiz-Mateos, por contra, tiene aire de ese familiar que no sólo perdona, sino que le divierten los pecadillos de los niños. Una vez, dando un paseo con él por Jerez en lo que llamaremos ‘los años de los disfraces’, le dije que, en el fondo, me parecía que se estaba divirtiendo, que le habían dado una oportunidad para ser un niño revoltoso, quitarse los corsés de gran empresario y hacer las gamberradas que considerara oportuno, algo que no estaría al alcance de muchos de los empresarios que le traicionaron, gente de la clase, la gran clase, a la que él llegó a pertenecer y tuvieron que someterse hasta su retirada al dictado del rictus de los poderosos. Me lo negó, dijo que a eso estaba abocado por defender lo que era suyo, lo que le habían quitado y, luego, con una sonrisa, afirmó que bueno, que a veces, mientras pensaba la trastada, sí que sentía cierto regocijo. A continuación, volvía a subrayar su rebelión contra una situación de indefensión. Ruiz-Mateos fue juzgado nada menos que doce años después de los hechos por sólo dos delitos:falsedad en documento mercantil y estafa. Fue absuelto.

Y es que el fundador de Rumasa parece haberse visto obligado a desempeñar muchos papeles desde que, siendo niño, creó su primera empresa, Jomaruma, una especie de servicio de empréstito entre compañeros. El verdadero Ruiz-Mateos debía ser ese muchacho avispado y polvorilla al que le entusiasmaban los negocios, el muchacho que le dijo a su padre que, papá, para qué vender vino a los exportadores si es en la exportación donde está el mayor margen de beneficio. Exportemos nosotros, ¿no? Como no tenía nada que perder, escribía a máquina a los distribuidores ingleses ofreciendo sus vinos. Lo hacía con un diccionario al lado y el resultado era una especie de lenguaje sioux, o “macarrónico”, como él lo ha definido.

Un personaje tan inquieto difícilmente podría haberse quedado encerrado en su Rota natal. De ese inglés macarrónico al mayor contrato firmado nunca de exportación de vino dista la metamorfosis del muchacho despierto con visión empresarial al embrión de un empresario que forma parte de la historia económica de este país, sea con los calificativos que sea, pero, sin duda, el empresario español más célebre del siglo XX.

Una abeja como símbolo, por lo de la laboriosidad y también por la creación de una red siguiendo la arquitectura de la colmena, y un inmenso crecimiento que situó al holding en el año 83 con una plantilla de 70.000 personas distribuidas en 700 empresas tenían que hacer de Ruiz-Mateos otro hombre. En lo alto del edificio Rumasa de Madrid, en su séptimo piso, el hombre más poderoso de la España de los 70 al que sus competidores intentaban cerrarle el paso a las grandes bodegas y a los grandes bancos, José María Ruiz-Mateos se hizo inaccesible, aunque no para sus colaboradores, que seguían teniendo con él una relación cercana. Pero de cara a la galería, y él alimentaba esa imagen, parecía un hombre en lo alto del mundo, el hombre que había llevado el nombre de Jerez a mirar cara a cara a Colón. La florista de la calle Recoletos, justo debajo de lo que fue el edificio Rumasa, me dijo una vez que recuerda a Ruiz-Mateos porque una vez entró a comprar flores: “Pensaba que era un ogro. Me pareció el hombre más galante del mundo. Un caballero”.

No podía estar preparado, después de haber movido cientos de hilos políticos, para que el Gobierno socialista le señalara a él para ejemplificar la nueva era económica. Si se compara la situación de los bancos de Rumasa en aquel febrero del 83 con la que se ha descubierto en los principales bancos del mundo a raíz de la crisis de las subprime se descubre que la economía no siempre tiene que ver con datos objetivos. Nunca más se volvió a expropiar, aunque hubo escándalos posteriores de mayor calado del que se atribuía a Rumasa. Lo que se consiguió fue crear un nuevo hombre, el hombre que se reinventó tras un exilio, meses en la cárcel compartiendo celdas con presos comunes y, por último, reivindicándose a través de un nuevo arma:la televisión espectáculo. No estaba descaminado. La sociedad española se transformaba:se hacía más caso a los bufones que a los emprendedores. Era la misma visión empresarial que le hizo decir “exportemos nosotros”. No ha existido una campaña publicitaria que tuviera mayor repercusión que aquel famoso “que te pego leche” a Boyer. Y , aparte de servir como desahogo, salió casi gratis. Hasta que consideró ese trabajo finalizado. De las cenizas de Rumasa creó Nueva Rumasa y volvió al anonimato. Aunque detrás de cada decisión está él, el testigo lo tienen ahora esos niños, ya hombres, que miran desde las decenas de fotos del salón familiar de la matriarca. Y se les ve pasear, a él y a Teresa Rivero, por Somosaguas, como cualquier matrimonio que observa con admiración lo rápido que pasa el tiempo.

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