Jerez

El condenado por las violaciones era drogadicto y vivía bajo un puente

  • Separado y con dos hijos, está en la cárcel de Salamanca, cumpliendo 18 años · El testimonio de su mujer también lo inculpaba y su ADN se asemejaba al hallado en la ropa interior de las víctimas

Rafael Ricardi Robles, un portuense que en la actualidad ronda los 50 años, sigue hoy en día en prisión, en la cárcel de Topas, en Salamanca, cumpliendo condena por algunas de las violaciones que comenzaron a registrarse en la provincia hace 13 años.

Fue condenado a 18 años de cárcel, según cree recordar una de sus hermanas. Nadie de su extensa familia se relaciona desde hace años con él. No en vano en la época de su detención era politoxicómano, el destino final de todos los que en aquellos años habían comenzado a coquetear con el caballo, la heroína. El Caballito le llamaban, no sólo por su adicción, sino también por la peculiar manera que tenía de andar.

Llegó a estar "tan tirado" que pernoctaba en El Corribolo, nombre con el que se conocía a la caseta que estaba situada en la base del antiguo puente San Alejandro en El Puerto, lugar de frecuente paso de los 'sin techo'. Estaba casado y tenía dos hijos, aunque terminaría separándose.

Fue detenido por la Policía porque en primera instancia había muchas circunstancias coincidentes que le incriminaban en las violaciones que tenían en jaque a las Fuerzas de Seguridad en toda la provincia. Las víctimas siempre decían que los violadores eran dos encapuchados, uno alto y otro bajo. El primero, muy violento. El segundo, tímido y maloliente, manifestaron las agredidas. El testimonio ofrecido por su mujer al parecer también le inculpaba, y algunas víctimas aseguraron reconocer sin género de dudas su voz. El ADN hallado en la ropa interior de algunas de las jóvenes violadas se asemejaba al suyo pero no era totalmente coincidente. Él confesó y fue enviado a prisión, y tras ser juzgado, condenado.

Después, se denunciaron por lo menos dos nuevas violaciones, lo que le hizo a la Policía sospechar que seguían libres los culpables. Al principio, sin embargo, se barajó que el alto, el aún no apresado, se podría haber buscado otro compinche.

La Policía se apresuró a notificar al Juzgado las dudas surgidas al no haber una total coincidencia en las pruebas de ADN.

Pero desde el tribunal, según ha podido saber este diario, se estimó que en su condena no habían jugado un papel fundamental las pruebas de ADN, y sí los testimonios de las víctimas, de su entorno familiar y su propia confesión.

No pocos creen que Ricardi, que vivía casi en la indigencia, nunca clamara por su inocencia al sentirse seguro en la cárcel, con las necesidades básicas (techo y comida) cubiertas.

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