La vejez

Alguien me dijo no hace mucho tiempo que me estaba haciendo viejo y no me estaba dando cuenta

Está desvelado y me acerco a buscarlo. De madrugada, casi a oscuras y en silencio, bajo la tímida protección de la luz pabilosa de un halógeno colocado sobre su cabeza, se deja caer sobre mí con una fragilidad que se me revuelve dentro como aquellos recuerdos antiguos de las ausencias. Con un gesto de la palma de la mano detengo a quien, con el hábito de la costumbre, también quiere meterse en la habitación sin advertir que yo ya estoy adentro. Ya a solas, lo miro fijamente y le echo un brazo por encima mientras con el otro le atuso el pelo ralo que le aún le cae alborotado sobre la cara. A pesar del frío, unas motas de sudor le perlan la frente. Yo quisiera saber qué pasa, pero él ya no habla, solo mira. Se mueve bajo las sábanas para apretarse como puede contra mi pecho, apoyado sobre un costado, y se calla, no dice nada. Le tiemblan las manos tibias en las que, bajo los pellejos manchados, le azulean las venas infladas. Mi mira a ratos con los ojos bien abiertos, con lágrimas secas en las comisuras, dejando ver un destello de luz que solo se aprecia cuando parpadea. Así que mando a la mierda todo y lo acurruco, como si pudiera abarcarlo como él hacía conmigo cuando yo era chico, y me tumbo a su lado para ver cómo, ahora sí, inmediatamente aparenta quedarse dormido. Aunque no sé por cuánto tiempo, definitivamente se queda segura y apaciblemente dormido, mientras afuera se escucha algo parecido a las ramas de los árboles aruñando cansinamente los cristales de las ventanas movidas por el viento. Solo entonces, aún desorientado, me atrevo a volver a mi cama.

De esto han pasado ya unos días, pero aún hoy no puedo dejar de pensar en la terrible fragilidad que nos persigue junto al tiempo. A la vejez la acompaña una suerte de desolación, curiosamente de la misma manera que la infancia, en la que afloran gran parte de las debilidades que atesoramos y de las que, por más resistencia que ofrezcamos, resulta imposible desprendernos. Por el contrario, ahí también se hacen visibles de forma nítida las numerosas virtudes que por naturaleza casi a todos nos corresponden. Aunque eso no sea una excusa, sino una evidencia, no puedo dejar de advertirlo ahora que el que intenta dormir y no puede soy yo. Alguien me dijo no hace mucho tiempo que me estaba haciendo viejo y no me estaba dando cuenta, pero realmente se equivocaba en una sola cosa: sí, sí que me estoy dando cuenta.

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