El niño va a comenzar un nuevo curso escolar. Asistirá como en años anteriores a un colegio público. A sus padres no les sobra el dinero y no pueden permitirse el lujo de matricularlo en uno de los centros privados de elite a los que (¡mire Vd. por dónde!) suelen ir la mayoría de los hijos de aquellos políticos que tan ardorosamente defienden la educación pública. El chico es inteligente, aplicado y pasa los cursos con brillantes calificaciones. Este año ha tenido mala suerte y en virtud de la política educativa existente (que condena -por discriminatorio- el agrupamiento de los niños en función de sus capacidades intelectuales), ha sido ubicado en una heterogénea clase donde los alumnos interesados en el estudio son minoría frente a aquellos otros que únicamente asisten a clase por la obligatoriedad de la enseñanza hasta los 16 años y un grupo de hijos de inmigrantes que apenas chapurrean el castellano.

El devenir de la clase es fácilmente previsible, el profesor empleará gran parte del tiempo lectivo en intentar mantener el orden en el aula, soslayar los problemas de integración que generan las rígidas y anacrónicas costumbres de los foráneos y conseguir que esa variopinta grey le preste una mínima atención o, al menos, que no se burle de él. En los ratos propiamente dedicados a la instrucción, está ha de ser necesariamente elemental si quiere que todos los educandos sean partícipes de la misma.

Los responsables educativos ignoran o, en todo caso, no comparten el 2º principio de la termodinámica: "En los sistemas aislados, todo proceso implica un aumento de la entropía". Los de mi generación aprendimos en la escuela que la entropía es la medida del desorden y tiende a crecer en nuestro universo ya que su disminución (el orden) requiere trabajo y aportación de energía. Sirva esta disquisición física para argumentar que la idea de agrupar niños de diferentes capacidades y -lo que es más importante- diferentes actitudes para aprender lleva irreversiblemente al caos, esto es, a que se estropeen los buenos estudiantes y nunca a que mejoren los malos.

Si tiene la personalidad para no dejarse influenciar por los haraganes que le rodean, el muchacho de nuestra historia puede que apruebe el curso e incluso que saque buenas notas, pero habrá desaprovechado un precioso año de su vida ya que solo habrá recibido un mínimo porcentaje de los conocimientos que la plasticidad de su cerebro de adolescente le hubiese permitido procesar. Nuestros escolares son incapaces de comprender lo que leen, tienen dificultad para redactar un sencillo texto y, sin calculadora, operaciones matemáticas como la multiplicación, la división y, no digamos nada, la raíz cuadrada les ponen en serios apuros. Mientras no recuperemos la enseñanza basada en el mérito y el esfuerzo, seguiremos teniendo escuelas que a todos los efectos ejercen de guarderías.

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