jazz

La fórmula mágica

  • El veterano guitarrista y compositor norteamericano John Abercrombie publica un notable disco a la cabeza de su cuarteto.

John Abercrombie, con su característico bigote, rodeado por los tres miembros de su actual formación.

John Abercrombie, con su característico bigote, rodeado por los tres miembros de su actual formación.

La relación de John Abercrombie y el sello discográfico ECM se extiende a lo largo y ancho de una discografía como líder que arranca en 1975 y que ronda las cuarenta referencias. De hecho, son contadas las ocasiones en las que el guitarrista de Port Chester, Nueva York, ha recalado en otras etiquetas, casi siempre ligadas a alianzas con otros colegas como John Scofield, Don Thompson o Andy LaVerne o a su implicación con proyectos grupales. No se puede decir, por lo tanto, que nuestro protagonista haya acusado en exceso el carácter supuestamente alienante del sello de Manfred Eicher a la hora de gestionar los derroteros de una crónica plagada de fases brillantes y salpicada de colaboraciones -también en el sello alemán- con colegas del peso de Dave Liebman, John Surman, Enrico Rava o Barre Phillips.

Después de formarse en el Berklee College of Music de Boston y de dejar impronta de su destreza técnica en aclamados episodios de la fusión como Crosswinds (1974) del batería Billy Cobham, Abercrombie dio sus primeros pasos como líder tanteando distintos formatos en la búsqueda de un contexto idóneo para sus composiciones. Del trío de Timeless (1975) y el proyecto Gateway al solo de Characters (1977) o al dúo con Ralph Towner en Sargasso Sea (1976), sus lúcidas conclusiones no se hicieron esperar. Como tampoco lo hizo la llegada de un cuarteto, junto al pianista Richie Beirach, el contrabajo de George Mraz y la batería de Peter Donald, a la cabeza del cual registró una terna de frescos trabajos agrupados recientemente en la caja The First Quartet (2015). Desde entonces, la relación de Abercrombie con este formato ha derivado en romance hasta el punto de convertirse, a modo de fórmula mágica, en su casi exclusivo marco de expresión. Además, el guitarrista norteamericano ha sumado el acierto de no contemplar esta ordenación como una estructura estática y rígida sino que ha optado por dotarla de dinamismo, intercambiando tanto su perfil instrumental -con la entrada del violín de Mark Feldman, por ejemplo- como la nómina de componentes.

Los resultados han terminado por darle la razón y su biografía ha quedado jalonada de un rosario de trabajos modélicos del peso de Cat'n'Mouse (2002), Class Trip (2004) y el aplaudido The Third Quartet (2007). No se los pierdan: constituyen distintos puntos álgidos de su noción musical así como certeras demostraciones del decisivo papel que los músicos implicados tienden a jugar en esta enfocada interrelación. La última nómina del cuarteto generada por esta dinámica de relevos quedó integrada en 2013 por la guitarra del líder, el piano de Marc Copland, el contrabajo de Drew Gress y las baquetas de Joey Baron. Y su primer balance fue el estupendo 39 Steps (2013). También la enésima evidencia de que el método continuaba dando sus frutos.

Si las cosas funcionan, ya se sabe que es mejor no cambiarlas. Y Abercrombie, a sus 72 años, no parece demasiado interesado en sondear otras rutas que den salida a su veta creativa. Por ello, Up and Coming (ECM- Distrijazz; 2017) viene ahora a reforzar su exploración en ese núcleo cultivado durante las cuatro últimas décadas y que ha convertido a aquel guitarrista urgente y técnico que se codeaba con los Brecker Brothers en la nómina de Cobham en un músico evocador y lírico, más interesado en el cuándo que en el cuánto y que sabe dar el sitio a su grupo desde un escenario compartido. Así, el guitarrista asume la primera parte del disco con cuatro composiciones de templado diseño que abren la puerta a la intervención compositora de Copland de la mano de un tema más dinámico titulado Silver Circle. No suelen faltar citas al vasto archivo jazzístico en los trabajos de Abercrombie y en esta ocasión la elección recae en el imperecedero Nardis de Miles Davis, atinadamente integrado en la sutil atmósfera de un álbum siempre distante de tensiones y amigo de los espacios. La simbiosis entre obra e improvisación certifica el enésimo éxito de una receta a la que los años le siguen sentando de maravilla.

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