Pretérito perfecto

Almendros en flor

POR un almendro he sabido que las apariencias engañan. Muy blancas daba las flores y las almendras amargas, lo mismo que tus amores...

Un año más han florecido los almendros. Árboles hermosos y extraños que son mucho más que árboles. En pie durante milenios regalando el mismo espectáculo cada invierno. Hundiendo sus raíces en las tradiciones de los pueblos, en canciones y versos, en la vida de los hombres desde hace muchos siglos, llegando a lo más sagrado. Clavándose en lo más profundo de los misterios. Naciendo y muriendo eternamente, como los desgraciados mitos clásicos.

Fílide, la princesa de Tracia, se enamoró de Acamante, un joven y apuesto combatiente de la guerra de Troya. Cuando ella se enteró de la destrucción de la ciudad, todos los días acudía a la costa a ver la llegada de la flota ateniense, esperando encontrar el barco de su amado. Pero este barco no llegaba. Al noveno día de infructuosa búsqueda, la joven murió de pena, creyendo que él había muerto.

La diosa Atenea transformó el cuerpo de Fílide en un almendro. Al día siguiente, tras un retraso causado por la reparación de la nave que le llevaba, llegó Acamante, que sólo pudo acariciar, desconsolado, la corteza del árbol. Fílide, desde su naturaleza arbórea, respondió a su amor floreciendo de repente, sin echar hojas. Todos los años los antiguos atenienses danzaban en honor de los enamorados Fílide y Acamante, en las mismas fechas que los almendros siguen manteniendo su peculiar floración hasta la actualidad.

No hubo hojas ni brotes verdes, nacieron tan sólo unas hermosas y frágiles flores blancas de sus ramas desnudas, metáfora de la pasión eterna.

La flor del almendro regresa cada año a devolver la alegría a los campos grises. Como una pincelada nueva en un cuadro yermo. Una mancha blanca de alma rosada, brillante y llena de esperanza. La almendra es el vientre de la embarazada, el símbolo de Cristo, el semen de Adgistis que dejaba encinta a la diosa Nana. La flor del almendro es la lágrima de Fílide y la caricia de Acamante. El amor. Una matrona sonriente que entona la canción de cuna que adormece los fríos. El soplo cálido que empuja lentamente al invierno. Mucho más que una flor pequeña y temblorosa que desaparece al primer vendaval.

Otra vez el almendro se ha teñido de blanco y rosa, y sus ramas se enredan en el alma llenando de alegría a todos los que conocen los prodigios arcanos que anuncian sus diminutos botones de nieve. El agricultor sabrá que muy pronto llegará la explosión de la naturaleza que produce el milagro de cada cosecha. El poeta correrá a los campos desafiando al clima para poder contemplar la belleza pura. El goloso soñará con amarguillos y mazapanes, con tartas de monjas y kilos de garrapiñadas. El anciano sonreirá tranquilo, porque sabe que una vez más alcanzará a ver otra primavera, sin importar que sus ojos hayan visto ya muchas veces florecer al almendro y haya contemplado en sus flores el blanco del velo de la novia, el de la enagua del recién nacido, el de la nieve que pronto abandonará las montañas. El blanco puro en el que se ha disuelto la vida de una gota de sangre. La vida en sí.

Dejad las calles y volad junto a los almendros en flor. Si sabéis estar callados a su lado os cubrirán con su manto alegre y os contarán lo que han aprendido desde tiempos remotos. Y entonces entenderéis por qué las cigüeñas vuelan al sur, por qué el trigo tiñe de verde la tierra oscura, por qué el viejo sarmiento resucita sonriendo a las lomas albarizas. Y os daréis cuenta de que una pequeña flor encierra entre cinco pétalos los secretos más profundos.

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