Arquitectura · La belleza intangible

La Arquitectura y el Tiempo (V)

Hace unas semanas la primera generación de jóvenes que acabaron el bachillerato el año en que se inauguró el nuevo colegio La Salle-Buen Pastor, se reunieron después de 44 años en una antigua bodega cercana al colegio, sin otro objetivo que el de celebrar la vida, eso que empieza a ponerse tan caro cuando se han cumplido seis decenas de años.

El camino de vuelta a casa desde el colegio de la calle Porvera lo hacía atravesando la Alameda Cristina por la acera de la iglesia de Santo Domingo hacia la calle Rosario y enfilaban la calle con el objetivo puesto en la bodega Delage, hoy desaparecida y convertida en un estacionamiento de coches. En la esquina de calle Collantes despedían al primero de los amigos. A veces entraban en la bodega para saludar al padre de uno de los amigos que trabajaba allí. Esos días eran especiales porque les invitaban a media copa de alguno de aquellos vinos maravillosos cuyo olor inundaba los patios, las oficinas, las bodegas, con ese aroma inconfundible para los que hemos vivido desde jóvenes en esta ciudad en la que con tanta empatía convivían industria y vivienda. En la esquina de la calle Rui López, en la misma puerta de las bodegas Hidalgo despedían a otros compañeros y desde allí, con el gusanillo empujándoles enfilaban el final del camino, apretando el paso para llegar cuanto antes a casa en la barriada Pío XII.

Aquellas plácidas vueltas a casa desde el colegio cambiarían pronto. Primero fue el traslado a Santa Fé, el nuevo colegio recién inaugurado, donde inició el bachillerato. Cambió la escala del colegio, que pasó de una casa patio del centro histórico a un edificio moderno de porte y dimensiones mucho mayores; también la de los campos de fútbol: de un patio donde el regate se hacía en un palmo cuadrado rodeado de compañeros, pasaron a jugar en canchas en las que el fútbol permitía parar y pensar, y donde había que correr muchos metros para ocupar bien el espacio; la última de las novedades era la distancia. De caminar un poco hasta llegar a casa o viceversa, pasaron a utilizar la bici (andando las menos veces) para ir y venir al colegio. Los días de lluvia, tan escasos como ahora, los padres se ponían de acuerdo para llevar y recoger a la plantilla completa de la barriada, que se hacinaba en el utilitario que correspondiera ese día.

Más tarde tuvo que inscribirse en otro colegio, de nuevo en la ciudad antigua, de nuevo en una casa grande, con patio de columnas y clases espaciosas en las tres dimensiones. Aquel colegio presidía la Alameda Cristina desde uno de sus lados largos. Pese a las cientos de veces que había pasado por allí nunca había reparado en él. El edificio se retrasaba de la calle, ante la que se cerraba con una hermosa reja de hierro forjado pintada de color verde ajado, de la que todavía queda una muestra cerrando el compás de acceso a la iglesia de San Juan de Letrán, que era contigua al colegio. Para desgracia de esta ciudad aquel colegio sería derribado más tarde y sustituido por un edificio banal construido para un hotel por encargo del holding Rumasa. Un edificio moderno que no supo interpretar en clave actual aquel viejo edificio perfectamente integrado en el importante lugar entre la Alameda y la calle San Juan de Dios, con su patio/jardín delantero, un patio de columnas de mármol (el espacio principal del conjunto), y una serie de pequeños patios que articulaban los encuentros entre el colegio y las construcciones vecinas.

El nuevo colegio daba mucho juego: las clases eran de nuevo frías, de techos altos, las escaleras de interminables escalones gastados, pero los patios, ¡qué lugares!.. El primero era la propia Alameda Cristina, en la que el colegio, los alumnos, se acomodaban como si les perteneciera. Una vez traspasada la reja, el patio sombreado cada primavera por la fila de melias de delante. El tercero, porticado, el representativo del edificio. En aquellos patios practicaban todos los deportes imaginables, salvo el fútbol de verdad. Este tocaba los jueves y sábados en los campos de San Benito, tras la casa de Las Oblatas. En aquel edificio casi terminaron el bachillerato. El último año el colegio se cerró y se trasladó a otro cercano recién terminado de construir por el arquitecto Fernando de la Cuadra e Yrízar, el arquitecto del siglo XX de nuestra ciudad. La Salle Buen Pastor era un nuevo edificio, moderno y perfectamente integrado en la trama histórica, de la que conservaba el sistema de patios que tan bien ha funcionado en este clima. Fue uno de los pocos que resistió el empuje de los tiempos hacia la periferia.

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