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Astros de la más querida constelación

  • Garbiñe Ortega y Francisco Algarín reúnen en 'Correspondencias...' una serie de relatos sobre misivas y confidencias entre grandes cineastas de siempre

Pequeña carta enviada por Charles Chaplin a Dziga Vertov recogida en el libro.

Pequeña carta enviada por Charles Chaplin a Dziga Vertov recogida en el libro.

"Ahora, sé saludar a la belleza". Así, apoyándose en Rimbaud, cerraba Eric Rohmer su carta a Jacques Davila, cuya La Campagne de Ciceron (1988) le había enseñado a ver, "revelando los esplendores cotidianos" del mundo. Y así, ante este libro de esquiva clasificación, decimos a nuestra vez lo mismo, repetimos: "ahora, sé saludar a la belleza"; otra ofrenda frente a esta minuciosa y maravillosa selección de correspondencias, donde cartas, telegramas, postales y envíos se presentan en su generosa saturación de implicaciones: en tanto comunicaciones, mensajes lanzados, en tanto objetos, entre la poesía tipográfica y las derivas propias del entrecruzamiento erógeno de palabras e imágenes (más cuando los que se escriben están implicados de alguna manera con el cine): signos, los de una carta, camino del índice, de la huella, de una suerte de película; instantáneas, asimismo, rumbo a la claridad de la lengua arbitraria, del suplemento alegórico.

Ante este arte de la miniatura -por primoroso; también por la fragilidad del trato a lo pequeño, la selección iconográfica, la composición del espacio de la página como si de un fotograma se tratara-, decir que Garbiñe y Francisco han compilado o editado este libro sería faltar a la verdad. Se trata de algo más importante y sobre todo más arriesgado: explorar las asociaciones entre lo escrito y la retícula de imágenes en una carta y "entre-cartas", al hilo de una planificación que supone dejarse llevar por la "intuición ante un encuentro posible". Trabajo de montaje, de articulación de la carta-plano y de ésta con la siguiente y con el todo que modifica su inclusión. Y esperar el hallazgo -la redonda mierdecilla de conejo encontrada en el mar de nieve; irónicos fotogramas de Walden (Jonas Mekas) que acompañan la declaración de intenciones de los autores que abre el libro-, de la misma manera que quien programa un ciclo de cine espera que entre las películas se produzca esa conexión -cuanto más lejana, más justa, en el argot godardiano- que promueva esa incierta verticalidad traspasadora, en línea directa con la de los fotogramas de la cinta de celuloide, que ataca la continuidad, la normalidad, la horizontalidad de lo esperable, de los clichés.

El libro plantea itinerarios para acceder a la historia del cine más allá de jerarquías y géneros

Deleitándonos ante este libro-objeto, yendo hacia delante y hacia atrás como en una moviola, entre envíos y cortes (atendiendo a los "cambios de energía" que generan, en profundo sintagma de los autores), no resulta difícil pensar en Serge Daney, pronto citado aquí, en su amor por la postal, en su postrera concepción de la crítica -cimiento de la revista Trafic- como intercambio de cartas entre el cineasta y el espectador, también como partido de tenis, como pelota bien servida que merece la pena ser restada lo mejor posible, no para ganar rápidamente el punto (como intentan tantos críticos y malos públicos), sino para dibujar un bello juego. También aquí las cartas-como-películas (al igual que hay películas-como-cartas) no dejan de encararnos, de mirar nuestra infancia en la línea que Daney y Jean-Louis Schefer lo certificaban de las películas más amadas, para saber en qué medida le hemos sido fiel. Tampoco cuesta, ante Correspondencias, atender al difunto André S. Labarthe -el más importante de los pioneros, junto a Langlois y Godard, en responder al cine con las formas y maneras del cine-, a su querencia del margen, y a su peculiar ideario de resistencia al lamento fúnebre: el cine de los Lumière no ha muerto, porque muere todos los días; es decir, siempre se ha tratado, y hoy más aún en el repetitivo ciclo de la fealdad digital, de unos pocos conjurados en salvar el mundo a través de una rendija.

Correspondencias. Cartas como películas acompañó a un fabuloso programa de cine en el pasado festival Punto de Vista de Pamplona, y su articulación -en "ofrendas", "colaboraciones", "procesos", noticias y llamados "en el campo de batalla", ruegos y esperanzas "del cine y la vida"- nos plantea itinerarios mágicos para acceder a la historia del cine. A otra historia del cine, claro, una de intensos pasajes, como aquella que consteló Boris Lehman filmando a cineastas admirados para reflejarlos en su espejo: una invocada desde la pasión con el claro objetivo de repensar la creación del cine más allá de jerarquías y géneros; una de manos tendidas, que a la fuerza alumbra inconfesables compañeros de viaje, como resume a la perfección la carta que sella la amistad de Louis Lumière y Georges Méliès, fundadores de cánones antagónicos sólo para los ciegos.

Dicen los responsables de este importantísimo libro que una carta es, ante todo, una pequeña cápsula de tiempo. Si eso es así, aquí se trataría también de buscar el tiempo perdido, atender a un ancho deseo de reconstrucción a partir de la más absoluta de las fragilidades, la que titila en un trozo de papel: centelleo y agitación que sabemos que existen porque los hemos visto en el cine. Hablamos de un reconocimiento de fuerzas: la que apremia a Oliveira o a Pedro Costa y Vanda a escribirles a los muertos -a Daney y Huillet-; a Pasolini a convencer a Tati para aparecer en Porcile; a Duras para explicarle a Resnais el porqué de su negativa a seguir trabajando con ella; a Sharits a dirigirse a Brakhage, y a éste a hacerlo a Frampton, para pedir consejo en una coyuntura desorientada; a Marker a asegurarle a Cuny que gracias a él existe una película -L'Annonce faite à Marie (1991)- desde la que se puede hablar, un anclaje en el mundo; a Huillet a hacerle saber a Lubtchansky la exigencia callada del trabajo en la trinchera; a Jonas y a Brakhage a escribirse mutuamente cuando la muerte acecha y ya toca despedirse de la luz y de la vida en sombras. Simples catas a un libro tan inagotable como una pequeña película familiar.

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