Cultura

Contornos de la aventura

Más allá de la cansina discusión sobre géneros y fronteras, hay un modo de ejercer el periodismo que no precisa de argumentos teóricos para que el lector perciba que se encuentra en un terreno indudablemente literario. Los buenos reporteros, como los buenos narradores, se limitan a contar historias y poco importa si estas sucedieron en la realidad o son puramente imaginarias, entre otras cosas porque lo real y lo fabuloso no son compartimentos estancos. El caso de Jacinto Antón demuestra que es posible convencer a los directores de periódico para que publiquen reportajes que apenas tienen que ver con la actualidad o guardan con ella una relación mínima. Desde hace décadas, el periodista catalán viene publicando excelentes artículos que tienen en común la pasión por los viajes o los episodios legendarios, desde una perspectiva muy personal que comprende la épica pero no renuncia a la ironía. Ya pudimos leer una estupenda selección en Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias (RBA), a la que se suma ahora una segunda -Héroes, aventureros y cobardes (RBA)- donde vuelve a tratar de sus temas y obsesiones recurrentes: las historias de la Antigüedad, las gestas de los exploradores, los escritores viajeros, las hazañas bélicas o los "bichos" más o menos exóticos.

Los reportajes o entrevistas de Antón se caracterizan por una vasta cultura literaria y por su familiaridad con periodos y personajes, pero también por su frescura, por su impagable sentido del humor y por los frecuentes guiños autobiográficos, a menudo en clave de autoparodia. Partiendo de la fidelidad a las fascinaciones de la infancia, el periodista ha creado un modo reconocible de contar que destaca por su encanto y por su capacidad para transmitir la complicidad o el entusiasmo. Gracias a sus crónicas, por ejemplo, supimos por primera vez de Robin Lane Fox, el biógrafo de Alejandro (Acantilado) y experto conocedor de El mundo clásico (Crítica). De Jan Morris, la maravillosa autora -nacida James- de Venecia (Península). O de Patrick Leigh Fermor, uno de los grandes escritores de viajes del siglo XX, mentor y amigo de Bruce Chatwin y autor de dos títulos ya clásicos -El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua (Península o RBA)- en los que narró muchos años después su peregrinación a pie desde Rotterdam hasta Constantinopla. Paddy o "el último romántico", como lo llama Antón, murió casi centenario en 2011, después de haber protagonizado proezas increíbles como el secuestro del general Kreipe en Creta, durante la Segunda Guerra Mundial, y dedicado páginas muy hermosas a la tierra de Grecia, reunidas en dos libros llenos de historias -Mani y Roumeli (Acantilado)- que no se limitan a celebrar los esplendores del pasado.

De Robert Byron, maestro de sir Patrick y de Chatwin, no conocíamos más que su célebre Viaje a Oxiana (Península), considerado por este último como una suerte de biblia. Perteneciente a esa prodigiosa generación de escritores y en muchos casos condiscípulos que integraron entre otros Waugh, Powell, Greene o Connolly, Byron murió prematuramente -el barco en el que viajaba a Egipto fue torpedeado por un submarino alemán, frente a la costa de Escocia-, pero tuvo tiempo de publicar un puñado de libros que ejercieron un influjo considerable en los viajeros posteriores. La editorial Confluencias ha abierto su colección dedicada a Byron con el primero de ellos, Europa en elparabrisas, donde se relata el viaje en coche -un descapotable bautizado con el nombre de Diana- del autor y dos amigos desde Grimsby (o Hamburgo, donde desembarca el transbordador) hasta Atenas, en la renovada tradición del Grand Tour que propiciaron los avances en las comunicaciones. Las convulsiones de la primera posguerra en Alemania, Italia o Grecia -mediada la década de los "felices veinte"- contrastan con el desparpajo de un narrador, entonces apenas veinteañero, que siempre gustó de alternar los comentarios eruditos, centrados sobre todo en la arquitectura, con observaciones ligeras y a veces arbitrarias. Ya en este desplazamiento inaugural, el joven Byron -nada que ver con el lord homónimo- demostró que poseía el don de la amenidad narrativa.

Menos simpática, aunque ciertamente atractiva y por varios conceptos admirable, es la figura de Leni Riefenstahl, la documentalista y amiga de Hitler cuyas Memorias (Lumen) se leen con interés -pese a su discreto valor literario- y también con cierto morbo, dada su archiconocida relación con el tirano. Ella siempre negó que su colaboración con los nazis fuera más allá de los dos encargos -El triunfo de la voluntad y Olympia- que cumplió con dedicación y talento extraordinarios, y también el hecho de que su intimidad con Hitler -los monólogos en los que este le confiesa su soledad y la importancia de su misión, que le impedía tener otra esposa que Alemania, resultan verdaderamente patéticos- equivaliera a una afinidad política o menos aún sexual, como creían muchos de los propios jerarcas del Reich. Nunca ha habido datos que demostraran lo contrario, pero su retrato de Hitler -bastante benevolente, frente al que trazó el taimado Albert Speer o el que ella misma ofrece del rijoso Goebbels- no contribuyó a eliminar recelos. Menos convincente resulta su protesta retrospectiva por el trato reservado a los judíos -de cuyo exterminio, como tantos otros compatriotas, asegura no haber tenido noticia- durante los años en los que brilló a la altura de las grandes celebridades. Se entiende la amargura de Riefenstahl en la posguerra -Susan Sontag calificó sus magníficos reportajes sobre los nubas de "fascinante fascismo"-, pero al mismo tiempo sorprende la vitalidad de una mujer que se inició en el submarinismo pasados los setenta y no se arredraba a la hora de filmar tiburones en las Maldivas. Habría sido preferible, con todo, que en lugar de glosar la personalidad seductora de Hitler se hubiera mostrado algo más compasiva con sus víctimas.

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