Cultura

Errar y rumiar

  • La edición especial de 'El principe de la ciudad' (Versus) nos recuerda la intensidad e importancia del legado de Lumet

Una de las grandes películas norteamericanas de los ochenta, El príncipe de la ciudad de Lumet condensaba los grandes logros de este cineasta moderno y crítico que empezara su preocupación por la imagen y el sonido en el medio televisivo, por entonces -a comienzos de la década de los cincuenta- un interesante oasis de libertad y urgente experimentación que salpicaría al cine cuando sus profesionales pusieran los cimientos del Nuevo Hollywood. El círculo, más tarde, se ha cerrado, y si El príncipe de la ciudad puede verse como cima y resumen de unas preocupaciones éticas y estéticas que arrancaron muchos años antes, también tuvo algo de semilla -ahora desde el cine hacia la televisión- en el futuro florecimiento de algunas de las mejores series urbanas que protagonizan nuestros días audiovisuales.

Basado en un sonado hecho real, que en 1978 ya había dado para el libro de Robert Daley del que nacería el guión de la película, El príncipe de la ciudad tuvo que vérselas con un material de partida muy codificado, ya que a nadie se le podía escapar el regusto trágico de la historia, bigger than life, de Robert Bob Leuci, el detective de una elitista, plenipotenciaria y corrupta unidad de narcóticos neoyorquina que delató a cincuenta y dos policías de la misma (entre ellos a sus amigos y más cercanos compañeros) a partir de una ambigua colaboración con el FBI que lo tuvo durante años grabando conversaciones con micrófonos ocultos bajo la ropa. Después llegarían los suicidios de aquellos que no pudieron soportar la presión y la correspondiente intensificación de los estragos que la culpa, desde el primer día, había ido dejando en Leuci. La película, que en un primer momento le fue encargada al manierista De Palma, terminó en las manos de Lumet, quien llevaba desde los setenta tanteando parecidos temas (el policía que para bien o para mal excede la norma: Serpico, La ofensa), y, sobre todo, desarrollando una muy compacta estética que traducía un ambiente de suspensión de certezas morales en una manera de ver la ciudad y los cuerpos que la habitan. Gilles Deleuze señaló a la perfección cuál era la naturaleza del proyecto fílmico de Lumet, que hundía sus raíces en lo que el filósofo francés llamaba la crisis de la imagen-acción, la bisagra entre clasicismo y modernidad que aquí aplicaba a los cineastas de Hollywood: el espacio del cine de Lumet es el de la "horizontalidad", "la ciudad sin cielo", donde tiene lugar "el paseo, el vagabundeo, el ir y venir continuo", "a ras de tierra", de "unos personajes que se conducen como limpiaparabrisas por el tejido indiferenciado de la ciudad". Así, el Danny Ciello de El principe de la ciudad, como ya le había ocurrido a Serpico o al Sonny Wortzik de Tarde de perros, no tiene nada claras las consecuencias de sus actos y se mueve, en perpetuo ataque de ansiedad, por unos espacios (oficinas, almacenes, juzgados) intercambiables y sin aura simbólica, lugares para el afianzamiento del interesado complot (la escucha, la vigilancia) que genera los tópicos que sostienen al mundo. Lumet puso en el centro de este mundo frenético y vigilado a un hombre que aún cree que puede tener el dominio. Ahí yace su desmesura, el orgullo trágico que al buscar la redención desbarata la sociedad de las apariencias, donde el bien y el mal son más esquivos que nunca. De ese viaje versa El príncipe de la ciudad, un bloque naturalista que se va erosionando, una fachada realista y ruidosa tras la que se esconden los demiurgos de un cine exacto y decantado.

Director Sidney Lumet. Con Treat Williams, Jerry Orbach, Richard Foronjy, Don Billet, Kenny Marino, Tony Page, James Tolkan. Versus.

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