en un mundo raro

Llueve en Nara

Llueve en Nara

Llueve en Nara

La mañana de febrero regala a Nara un sol tímido, casi de broma. La calle principal se despereza en silencio, y algunos lugareños pasean entre bancos y cafeterías. Pero sobre todo entre mil tiendas de souvenirs en las que solo se oferta una cosa: ciervo. Aquí este animal es el rey, adoptando en su vertiente comercial infinitas formas que van desde la galleta al peluche, de la tablilla votiva al calcetín.

La respuesta está al final de la calle, en el Parque. Los venados campan por sus fueros, para regocijo de los visitantes. Se les puede ver embistiendo a ancianas niponas, mordisqueando a compungidos bebés nipones, saltando y trotando entre los osados coches nipones que van por las carreteras internas. Pero, sobre todo, persiguiendo a cada humano que aparece ante su vista, en pos de unas bizarras galletas con las que (al modo de las palomas en el Parque de María Luisa) se alimenta a estos bichos resabiados, que hacen una reverencia cuando se les da una. Pero Nara es mucho más que ciervos enloquecidos haciendo cabriolas.

El parque se encuentra salpicado de templos, en los que se encierra la belleza más pura. Oculta en lo mínimo y en lo grandioso, en rincones perdidos y amplias avenidas. Lo sublime acecha, cual venado indómito, en los mil tonos de verde del musgo que tapiza las linternas de piedra de Kasuga Taisha, en la luz pálida de las lámparas de bronce, y en el vuelo de las banderolas que hacen bailar a los kanjis. Uno no puede más que inclinar la rodilla ante el templo de Todai-ji, sin saber por qué.

Quizás sea la divina proporción. Quizás las soberbias y gigantescas esculturas, de la entrada que evocan con leves gestos la vida y la muerte. Tal vez la penumbra silenciosa del interior, donde reina un Buda colosal, o sus elegantes tejados volados, que le dan un aire etéreo, como si alguna mano invisible lo sostuviese entre el cielo y la tierra. Tal vez sea todo y nada a la vez, una ilusión para engañar a los hombres que desde antiguo hemos venido a llamar arte. Solo hay que caminar lento y beberse la perfección hasta caer borracho. Resistir lo que se pueda. Ya llegará un ciervo despeluchado y te dará una topada.

De vuelta al mundo real (y espantado el ciervo) el cuerpo pide comida, pero, pese a lo prosaico de nuestro destino, no saldremos del Imperio de los Sentidos. El sushi se sirve en graciosas cajas de madera, que una vez abiertas, muestran los pastelitos de arroz cuadrados a la perfección y envueltos una hoja de caqui rodeada por un atadillo. El té verde reconforta y hace aún más delicado el momento. Llegado a este punto, me doy cuenta de que Nara me tiene preso de sus encantos, y a estas alturas me daría igual que entrase en el coqueto restaurante un venado y me cocease la cara. Aún así seguiría fascinado.

Salimos, y llueve en Nara. Hay que pensar algo rápido, así que vamos corriendo a un templo cercano, llamado Gango-ji. En apariencia, es algo discreto, con mucha historia y poco que ver. Un pequeño museo, y a huir. Sólo hay que quitarse los zapatos y pisar el entarimado para darse cuenta de que esto no es lo que parece.

Reina un silencio solemne, roto por el crujir de la madera. Adentro apenas si hay luz, y un buda nos aguarda sentado en su trono, perfumado de un leve olor a incienso. El gris plomizo de la tarde lo envuelve todo con un hermoso manto, y la lluvia que cae sobre la grava reviste la escena de una belleza irreal. Sorda y húmeda. Liviana y constante. No hay nada más que el caer de las gotas sobre la grava y un universo grisáceo, aliñado de penumbra e incienso. Pero aquí está todo aquello de lo que hablaron los poetas y persiguieron los pintores. Eso que sabemos que existe y no se puede atrapar. Algo que ha hecho llorar y enloquecer a los artistas, llegar a las puertas de la muerte a los místicos.

Llámalo Musa. Llámalo Idea. Llámalo Dios. Llámalo como quieras. Solo sé que lo tengo acurrucado en mis brazos, sentado sobre estos tablones de roble viejo, mientras repiquetea la lluvia sobre la grava en este templo perdido de Nara.

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